02/08/2025 - Edición Nº907

Internacionales

Juicio politizado

La sentencia a Uribe y sus efectos en la confianza judicial de Colombia

01/08/2025 | La sentencia contra el expresidente ha sido celebrada por sus detractores, pero plantea dudas sobre la independencia judicial y el uso político del derecho.



La condena de 12 años de prisión domiciliaria impuesta al expresidente Álvaro Uribe Vélez ha sido recibida por una parte del país como una victoria moral. Sin embargo, una mirada más crítica sugiere que este fallo puede marcar un punto de quiebre en la confianza de los colombianos hacia su sistema judicial. No se trata de defender la impunidad, sino de preguntarse si en este caso se ha respetado plenamente el debido proceso o si, por el contrario, se ha utilizado el aparato judicial como herramienta de revancha política.

Uribe no es un ciudadano cualquiera. Fue el presidente más votado de la historia de Colombia, lideró el proceso de recuperación del orden público frente al narcoterrorismo y es visto aún hoy por millones como un referente ético y de firmeza. Que sea justamente él el primer expresidente condenado en un juicio penal ordinario genera suspicacias, especialmente cuando la evidencia central reposa en testimonios contradictorios obtenidos en un contexto cargado de incentivos y presiones.

Un proceso irregular desde el inicio

El caso nació de un giro judicial poco común: Uribe denunció a Iván Cepeda por manipulación de testigos, pero la Corte Suprema terminó investigando al denunciante. Esta inversión de roles no solo sorprendió por su lógica jurídica, sino que sembró la percepción de que el expresidente era un objetivo político desde el inicio. La posterior renuncia de Uribe al Senado en 2020 y el traslado del proceso a la justicia ordinaria no desactivaron esa sospecha; por el contrario, alimentaron la idea de una ofensiva concertada.

A lo largo del proceso, se han señalado múltiples inconsistencias. Testigos clave cambiaron sus versiones en diversas ocasiones, mientras que otros afirmaron haber sido presionados tanto por emisarios de Uribe como por sectores que buscaban incriminarlo. Pese a este contexto turbio, la jueza Sandra Heredia basó buena parte de su fallo en valoraciones subjetivas de credibilidad y en indicios circunstanciales. ¿Puede una democracia sostener condenas ejemplarizantes sobre esa base?

Un fallo con implicaciones democráticas

La lectura política del fallo no puede obviarse. Uribe sigue siendo un actor central del escenario nacional, y su condena se produce a un año de las elecciones presidenciales de 2026. El mensaje implícito es inquietante: quien desafía los consensos dominantes o representa al sector conservador corre el riesgo de ser judicializado. Más aún, la celeridad con que se avanzó en la sentencia, tras más de una década de dilaciones previas, despierta suspicacias legítimas.

Hay quienes celebran la condena como una forma de equilibrio histórico. Pero la justicia no debe actuar como corrector ideológico, sino como árbitro neutral. Si el proceso contra Uribe termina siendo percibido como una revancha camuflada de legalismo, el daño institucional será profundo y duradero. No basta con que el juicio sea legal; debe también ser legítimo a ojos de una ciudadanía plural.

El legado y la batalla por la historia

La figura de Álvaro Uribe divide a Colombia, pero también le dio gobernabilidad en momentos críticos. Redujo las tasas de homicidio, recuperó regiones dominadas por las FARC y consolidó una economía en crecimiento. Su papel en la historia del país no puede reducirse a un expediente judicial ni borrarse con una sentencia. Por el contrario, su condena reaviva un debate pendiente sobre cómo se juzga a los líderes y con qué criterios se mide su legado.

En vez de cerrar una etapa, este fallo podría abrir una era de mayor polarización. Lejos de debilitar su influencia, la condena podría fortalecer el relato del uribismo como movimiento perseguido, revitalizando su base electoral. Lo que está en juego no es solo la suerte judicial de un expresidente, sino el tipo de justicia que queremos construir: ¿una que castigue con objetividad o una que ajuste cuentas disfrazada de imparcialidad?