
La reelección presidencial indefinida ha sido uno de los temas más polarizantes en el debate institucional latinoamericano. Para muchos, representa un riesgo de autoritarismo y una puerta hacia la concentración del poder. Sin embargo, en contextos de institucionalidad precaria y liderazgos eficaces, puede funcionar como una herramienta de estabilidad, continuidad y transformación. El caso de El Salvador y la figura de Nayib Bukele ofrecen un ejemplo contundente de este fenómeno.
Desde su llegada al poder en 2019, Bukele ha reformulado la relación entre el Estado y la ciudadanía. Su bandera ha sido clara: derrotar a las pandillas que dominaron durante décadas la vida cotidiana del país, infiltradas en todos los niveles de la vida institucional. Bajo su mandato, la tasa de homicidios pasó de ser una de las más altas del mundo a cifras propias de países desarrollados. Este salto en seguridad, que la mayoría de los salvadoreños percibe como real y cotidiano, es la base de su apoyo popular masivo.
Ese respaldo se tradujo en su reelección de 2024, y luego en la aprobación de una reforma constitucional en 2025 que eliminó el límite de mandatos presidenciales. Lejos de ser un capricho autoritario, la medida fue justificada como un paso hacia la madurez institucional, donde el pueblo tenga la potestad de elegir libremente a quien considere apto, cuantas veces desee. Como lo expresó la diputada Suecy Callejas: “El poder ha regresado al único lugar al que verdaderamente pertenece: el pueblo salvadoreño”.
En muchos países democráticos avanzados, como Alemania o Suecia, no existen límites de mandato. La continuidad de figuras como Angela Merkel por más de una década ha sido vista no como un defecto del sistema, sino como una expresión de eficacia, confianza pública y madurez política. En contextos como el salvadoreño, donde los partidos tradicionales están desacreditados y la gobernabilidad depende de liderazgos fuertes, permitir la reelección indefinida puede evitar vacíos de poder y fomentar planes de largo plazo.
Un presidente que sabe que podrá ser reelegido en función de sus resultados tiende a gobernar con más responsabilidad. A diferencia del mandatario que ya no volverá a presentarse, el reelegible debe rendir cuentas permanentemente a su electorado. En el caso de Bukele, el mensaje es claro: si los resultados continúan, el pueblo seguirá apoyándolo. Si no, podrá retirarlo democráticamente.
Además, la reforma incluyó otros elementos que optimizan el sistema electoral: se extendió el periodo presidencial de cinco a seis años, se eliminó la segunda vuelta y se sincronizaron los calendarios de elección. Con ello, se busca evitar campañas permanentes que obstaculizan la gestión pública y se mejora la eficiencia institucional en un país donde la fragmentación electoral ha dificultado históricamente la gobernabilidad.
Los críticos alertan sobre los riesgos de perpetuación, pero omiten una realidad fundamental: la reelección indefinida no garantiza permanencia, solo la posibilita. Será el voto popular quien valide o rechace a cada figura. Si Bukele quiere seguir gobernando, deberá seguir demostrando resultados. Si no, el propio sistema lo desalentará en las urnas.
Este modelo contrasta con experiencias donde el cambio de gobierno se vuelve ritual sin transformación real. En muchas democracias latinoamericanas, la alternancia ha significado apenas la rotación de élites, sin mejoras sustanciales en seguridad, salud o educación. La figura de Bukele rompe con ese ciclo, y su permanencia podría ser el cimiento para una etapa de consolidación institucional más duradera.
En una región asediada por la corrupción, la violencia y la ingobernabilidad, El Salvador emerge como un caso atípico de orden. La reforma constitucional puede verse como un mecanismo que, lejos de erosionar la democracia, la refuerza en sus aspectos más pragmáticos: gobernabilidad, eficacia y respuesta a la voluntad popular.
No se trata de imponer un liderazgo, sino de permitir su continuidad si es validada reiteradamente por las urnas. Mientras en otros países la imposición de límites de mandato ha sido aprovechada por sectores corruptos para evitar transformaciones reales, en El Salvador el liderazgo de Bukele ha logrado cristalizar una agenda de seguridad que ahora busca proyectarse a largo plazo.
#Mundo | El Congreso de El Salvador, dominado por el partido del mandatario Nayib Bukele, sacó adelante una reforma exprés de la Constitución que da vía libre para la reelección indefinida, eliminar la segunda vuelta y alargar el periodo presidencial.… pic.twitter.com/NdbpyIqCdU
— Noticias Caracol (@NoticiasCaracol) August 1, 2025
No hay una receta única para la democracia. La alternancia es un valor importante, pero no es sinónimo de calidad democrática. En momentos históricos concretos, la continuidad puede ser lo que garantiza la transformación. El Salvador, con Bukele al frente, está apostando por un modelo que combina autoridad con resultados, y que le devuelve al pueblo el poder de decidir, sin restricciones predeterminadas.
Esa decisión podrá ser debatida desde la teoría, pero en la práctica ofrece un caso concreto para estudiar los efectos reales de la reelección indefinida en un contexto frágil. Si los resultados continúan acompañando, la experiencia salvadoreña podría abrir un nuevo paradigma en la región: una democracia funcional con continuidad legitimada por el voto.