
La presentación de listas para las elecciones legislativas reavivó una vieja discusión: las candidaturas testimoniales. El senador nacional Maximiliano Abad salió a cuestionar con dureza esta estrategia, que consiste en postular a dirigentes sin intención real de asumir el cargo, solo para atraer votos. Desde su espacio, intenta diferenciarse de una práctica que se ha naturalizado tanto en el oficialismo como en la oposición.
Aunque no mencionó nombres propios, el mensaje fue claro: el electorado es usado como herramienta de marketing político y su voluntad termina desvirtuada. Las listas se llenan de referentes conocidos que encabezan boletas, pero que una vez cerradas las urnas no pisan el Congreso. La banca, finalmente, queda para un suplente sin legitimidad directa.
Abad planteó que el problema no es solo ético, sino estructural. Este tipo de maniobras mina la ya frágil relación entre la política y la ciudadanía. Si el voto se convierte en una formalidad y los elegidos son siempre otros, se rompe el principio básico de representación. Lo que debería ser la columna vertebral de la democracia, se transforma en una puesta en escena.
El trasfondo es preocupante: la desesperación por sumar bancas lleva a partidos a usar cualquier recurso, incluso los más cínicos. Y el resultado es un sistema cada vez más opaco, donde el electorado siente que nada cambia, aunque vote distinto. Ese malestar es terreno fértil para el descreimiento, la apatía y los discursos antisistema.
Desde el radicalismo bonaerense buscan mostrarse como una fuerza distinta, comprometida con la institucionalidad y el respeto al voto. Pero en un escenario donde las reglas del juego parecen haberse corrido, ese gesto corre el riesgo de quedar en el margen si no se convierte en una política activa. Porque el problema no es quién lo denuncia: el problema es que nadie lo paga.