
Hay algo en los jesuitas que siempre incomodó. No fue solo su inteligencia, ni su nivel de formación, ni su llegada a los centros de poder. Fue, y sigue siendo, su manera de estar en el mundo: con los pies en el barro y la cabeza encendida. San Ignacio no fundó una orden para apartarse, sino para meterse. Para formar personas capaces de leer los signos del tiempo, tomar decisiones difíciles y actuar con libertad interior. Tipos que pensaran, rezaran y se jugaran, todo junto y al mismo tiempo.
La Compañía de Jesús nació con vocación de frontera. Se movió como pocas entre lenguas, culturas, imperios, aulas, selvas y ciudades. Fundó escuelas, desafió dogmas, educó a pobres y a príncipes, acompañó a moribundos y a militantes. No le tuvo miedo al poder, pero tampoco lo idolatró. Su fuerza no estaba en la obediencia ciega ni en la búsqueda de gloria, sino en una consigna que atraviesa los siglos: en todo amar y servir.
Por eso los expulsaron de medio mundo. Porque pensaban. Porque hacían. Porque no se dejaban domesticar ni por los reyes ni por los papas. Los acusaron de conspiradores, de influyentes, de incómodos. Y tal vez lo eran. Pero no por sed de poder, sino por convicción. Porque sabían que no se transforma nada si no se está dispuesto a molestar.
Hoy, en tiempos de ruido, ansiedad y respuestas fáciles, el modo jesuita de estar en el mundo, contemplativo en la acción, político sin cinismo, creyente sin fanatismo, vuelve a tener algo de revolución. No porque proponga una receta, sino porque nos recuerda algo que cuesta mucho sostener: no todo lo que brilla es verdad, no toda obediencia es fidelidad, no todo activismo es amor.
Los jesuitas nunca se quedaron quietos. Donde otros veían un límite, ellos veían una oportunidad. Cruzaron océanos, aprendieron lenguas imposibles, fundaron universidades, redactaron gramáticas indígenas, construyeron observatorios y se metieron en las cortes más poderosas sin perder el vínculo con los que no tenían ni voz ni tierra. No se formaban para el altar, se formaban para el mundo. Su forma de servir no era encerrarse en un monasterio, sino estar donde dolía, donde ardía, donde se definían las cosas.
La Compañía de Jesús fue, desde el comienzo, una red de inteligencia espiritual y política. Entendieron rápido que la fe sin formación se vuelve superstición, y que la espiritualidad sin estrategia no transforma nada. Por eso insistieron tanto en educar: porque sabían que los pueblos libres necesitan cabeza, y que los liderazgos justos no nacen del carisma, sino del discernimiento.
No se trataba solo de enseñar a leer, sino de enseñar a pensar. A elegir con libertad. A vivir con criterio. Y eso, en muchos momentos de la historia, fue más peligroso que una rebelión armada. Porque una persona formada, libre por dentro, no se arrodilla fácil. Y eso inquieta a los que necesitan obediencia sin conciencia.
Por eso los expulsaron. No por herejes, sino por incómodos. Porque eran leales a un fuego más profundo que cualquier bandera. No eran perfectos, pero sabían lo que hacían. No eran dóciles, pero tampoco eran rebeldes sin causa. Eran estrategas de Dios: no porque tuvieran un plan infalible, sino porque estaban dispuestos a pensar el plan con Él, una y otra vez.
A los jesuitas no los echaron por blandos. Los echaron porque molestaban. Porque pensaban demasiado, se metían donde no les correspondía, hablaban con quien no debían, defendían causas que incomodaban al poder. Les pasó en España, en Portugal, en Francia, en América Latina. Les pasó con reyes y con papas. Estaban demasiado formados para ser funcionales y demasiado convencidos para quedarse callados. En tiempos de obediencia sin conciencia, eran un peligro.
Esa incomodidad no fue un accidente, fue casi una marca de origen. Ignacio nunca buscó formar soldados sumisos, sino personas libres por dentro. Gente capaz de discernir, de preguntarse, de ir a fondo. Y eso, incluso dentro de la Iglesia, genera ruido. Porque un creyente que solo repite es predecible. Pero uno que piensa, duda, elige y vuelve a elegir, es incontrolable. Puede obedecer, sí, pero desde otro lugar: desde la convicción, no desde el miedo.
Y eso vale también fuera del mundo religioso. En la política, en la educación, en la cultura, lo incómodo suele ser lo verdadero. Porque lo cómodo muchas veces es solo lo que no interpela. Hoy que todo se mide por likes, impacto o corrección, el estilo ignaciano sigue siendo contracultural: no busca agradar, busca transformar. Y transformar implica tocar intereses, romper automatismos, salir del lugar seguro.
Por eso cuando los jesuitas aparecen en escena, hay que prestar atención. No vienen a repetir fórmulas, vienen a ensayar caminos. No se acomodan, se juegan. Y esa es tal vez su mayor virtud: no tenerle miedo al conflicto, si en el fondo ese conflicto los acerca a la verdad.
Cuando servir también es pensar
“En todo amar y servir” no es un eslogan para los cuadros de las aulas jesuitas, es una forma de pararse frente al mundo. No se trata solo de ayudar, ni de hacer cosas por los demás desde una superioridad amable. Se trata de estar ahí, con los otros, pensando con ellos, no por ellos. Servir no es sacrificarse en automático, es ofrecer lo mejor que uno tiene: la cabeza, el cuerpo, el tiempo, el criterio. Por eso, para Ignacio, servir siempre estuvo unido a pensar. Y pensar, a rezar. Y rezar, a actuar. Todo junto. Todo en tensión.
En una época donde muchos militantes se queman por no poder frenar, donde funcionarios se desgastan entre urgencias, donde docentes sienten que enseñan sin formar, esta espiritualidad puede volver a decir algo. No para dar recetas, sino para recordar que se puede vivir de otra manera. Que la acción no tiene que ser pura reacción, ni el compromiso una especie de activismo ciego. Que también se sirve cuando uno se toma un momento para mirar con otros ojos, para preguntarse por qué hace lo que hace, para decidir desde el fondo y no desde la presión.
Ese estilo ignaciano, que a veces parece exigente, en realidad es profundamente humano. No busca héroes perfectos, sino personas atentas. Conectadas con su deseo, con su historia, con su fe, o su búsqueda. Que no se conforman con lo primero que aparece, sino que disciernen. Porque no todo lo urgente es lo importante. Y no todo lo visible es lo valioso.
Vivimos en un tiempo donde todo cambia rápido, donde las certezas se diluyen y donde a veces pareciera que pensar profundo es perder el tren. Las respuestas se buscan en tutoriales, las emociones se editan en redes y la espiritualidad se reduce, muchas veces, a frases motivacionales. En ese contexto, el legado de los jesuitas no aparece como una moda retro, sino como una brújula antigua que sigue marcando el norte.
Porque frente a un mundo líquido, ellos siguen proponiendo profundidad. Frente a la ansiedad del resultado, el discernimiento. Frente al ruido, el silencio. Frente al sálvese quien pueda, el “ponete al servicio”. Y eso no es nostalgia, es resistencia. Es elegir otra forma de habitar lo público, lo íntimo, lo político. Sin encerrarse, sin aislarse, sin neutralizarse.
En tiempos donde parecer es más fácil que ser, Ignacio nos sigue preguntando: ¿desde dónde elegís lo que hacés? ¿Qué te mueve, de verdad? ¿A quién servís, aunque no te des cuenta? Y esas preguntas, bien hechas, todavía tienen el poder de desarmarnos un poco por dentro. No para debilitarnos, sino para afinar el alma.
Tal vez por eso los jesuitas siguen estando donde otros se bajan. En las fronteras, en los márgenes, en las aulas, en los hospitales, en las villas, en las universidades, en las cárceles, en las oficinas. No porque se crean superiores, sino porque creen que ahí, en lo fragmentado, en lo ambiguo, en lo que nadie quiere mirar, sigue habiendo algo por hacer.
Y esa forma de estar, con los pies en la tierra y el corazón encendido, no pasa de moda. Se llama discernimiento. Se llama entrega. Se llama fe con criterio. O, si querés, simplemente: estar donde hace falta.