
Frente a la derrota parlamentaria y el aislamiento político, Milei lejos de repensar su ejercicio del poder lo redobla. En las últimas horas vetó tres leyes aprobadas por el Congreso: el incremento del 7,2 % a las jubilaciones, la reimplantación de la moratoria previsional y la declaración de emergencia para personas con discapacidad. Todas fueron justificadas en nombre del equilibrio fiscal. El argumento es conocido: “no hay plata” y cada medida con costo no previsto amenaza la estabilidad macroeconómica.
Pero más allá de las planillas y las metas de déficit cero, lo que queda expuesto es que el veto se ha convertido en una herramienta de poder antes que en un recurso técnico. No hay vetos parciales ni contrapropuestas que permitan rescatar partes de una ley: la decisión es total. En el caso de la ley de discapacidad, por ejemplo, no hubo debate sobre prioridades o reasignación de partidas. Se rechazó en bloque, como una forma de dejar claro quién marca la cancha.
Este uso sistemático del veto plantea la pregunta central: ¿hay un análisis exhaustivo de cada medida o se trata de un acto reflejo frente a cualquier iniciativa que escape del control presidencial? Si la respuesta es lo segundo, no estamos ante una estrategia de equilibrio fiscal, sino ante una demostración de autoridad abstracta, cuyo fin es reafirmar el lugar del Ejecutivo frente al Congreso. Y mientras el veto se exhibe como fortaleza institucional, sus víctimas no son indiferentes: su respuesta ya es parte de la narrativa. Porque cuando gobiernas sin negociación, gobernar se vuelve tan precario como tus silencios.
La oposición reaccionó unida en la condena: desde el kirchnerismo hasta sectores del PRO que aún mantienen diálogo con el gobierno, calificaron los vetos como “innecesarios” y “crueles”. En paralelo, los gobernadores nucleados en “Un Grito Federal” interpretaron las decisiones como otro gesto de centralismo y desinterés por las urgencias provinciales. El aislamiento político del presidente se amplía: ya no se trata solo de bloques opositores, sino de exaliados que ven en esta lógica de imposición una amenaza para sus propios territorios.
En ese sentido, el equilibrio fiscal se vuelve más un eslogan que un programa político concreto. Porque cuando se rechaza todo sin ofrecer alternativas, lo que se preserva no es el presupuesto, sino la autoridad presidencial. Y en un contexto de creciente desgaste político y números preocupantes en la Provincia de Buenos Aires, el riesgo es que el veto, más que fortalecer, termine de aislar al gobierno.
Y mientras el veto se exhibe como fortaleza institucional, sus víctimas no son indiferentes: su respuesta ya es parte de la narrativa. Porque cuando gobiernas sin negociación, gobernar se vuelve tan precario como tus silencios.
¿Cuáles son los límites de un poder construido en la omnipotencia? ¿La ausencia de márgenes de maniobra y de matices políticos será el costo de una legitimidad política mesiánica?