
En Colombia, tres años de mandato de Gustavo Petro han transcurrido bajo una constante confrontación con la oposición, marcada por discursos incendiarios, vetos políticos y una falta de consensos que frena cualquier avance sustancial. Si bien el Gobierno ha impulsado iniciativas con un componente simbólico importante, como la inclusión de sectores históricamente marginados, la falta de acuerdos ha impedido que estas se traduzcan en transformaciones profundas y sostenibles.
La economía mantiene un nivel de estabilidad relativa, pero el déficit fiscal sigue siendo alto, mientras que el desempleo y la pobreza no han mostrado reducciones significativas. El país enfrenta además una creciente influencia de grupos armados ilegales, que controlan territorios y economías locales, debilitando la presencia del Estado y generando un clima de inseguridad persistente.
El Congreso se ha consolidado como un espacio de disputas partidistas más que de construcción legislativa. Las reformas clave en materia política, judicial y territorial están estancadas por la falta de mayorías estables y la desconfianza entre bancadas. Este escenario ha llevado a que muchas de las propuestas del Ejecutivo queden reducidas a anuncios o gestos simbólicos, sin aplicación efectiva.
La oposición, por su parte, ha encontrado en la obstrucción legislativa su principal herramienta de acción, bloqueando proyectos y desgastando el capital político del presidente. Esto ha profundizado la división social y política, generando un ambiente donde el debate se sustituye por la descalificación mutua.
La llamada "paz total" de Petro no ha logrado reducir la violencia de manera significativa. Organizaciones como el ELN, el Clan del Golfo y disidencias de las FARC han ampliado su influencia, consolidando economías ilegales y ejerciendo control sobre regiones enteras. En muchas zonas, la población sigue dependiendo de estas estructuras para su seguridad y subsistencia.
Los asesinatos de líderes sociales y las amenazas contra opositores políticos se han multiplicado, generando un temor generalizado y debilitando la participación ciudadana. La falta de garantías para todos los actores políticos representa un riesgo serio para la democracia, especialmente de cara a las elecciones de 2026.
Si bien el Gobierno ha logrado algunos avances en reducción de pobreza y en reformas parciales como la tributaria, pensional y laboral, no se ha concretado el gran cambio prometido en la campaña de 2022. La gestión se ha visto marcada por la inestabilidad interna del gabinete y una estrategia de comunicación centrada en confrontar a sus detractores.
La aprobación presidencial ronda el 37%, un nivel considerable para un mandatario que ha enfrentado constantes ataques, pero insuficiente para garantizar el impulso de reformas profundas. El país se mantiene en un frágil equilibrio, sin caer en crisis institucional, pero sin resolver sus problemas estructurales.
#URGENTEð¨ En Bogotá mujer patriota le canta la tabla a periodista del medio de propaganda RTVC. Cada día más y más colombianos levantan su voz para rechazar el camino oscuro por el que va el país. pic.twitter.com/72YsPazlbe
— Alvaro J Tirado (@MisterTirado) August 13, 2025
Colombia vive un momento de definición política en el que la confrontación constante ha sustituido a la construcción colectiva. La polarización ha debilitado la capacidad del Estado para responder a sus retos más urgentes, desde la violencia armada hasta la desigualdad social. Este estancamiento amenaza con prolongarse si no se construyen consensos mínimos.
De cara a 2026, el reto para el país será romper con la inercia de la polarización y abrir paso a un ciclo político más incluyente y eficaz. La falta de cambios estructurales en este trienio podría marcar el rumbo de las próximas décadas, condicionando la estabilidad y el desarrollo nacional.