
Arturo Jauretche nunca se acomodó del todo en las vidrieras de la “intelligentzia” argentina. No por falta de talento —lo tenía de sobra— sino porque no jugaba con el reglamento que le imponían. No escribía para impresionar a colegas, ni para conquistar un premio en París, ni para confirmar la pertenencia a un club de iniciados. Su brújula estaba en otro lado. En la esquina del barrio, en la sobremesa de la fonda, en los fogones donde la historia se cuenta sin bibliografía ni citas de autoridad, pero con memoria.
No fue un filósofo en el sentido puro, de esos que buscan la verdad como un fin en sí mismo. Para él, la verdad era una herramienta. Y no cualquier herramienta, una destinada a engrandecer al país y mejorar la vida de la gente común. Por eso lo suyo no era “pensar por pensar” sino pensar para hacer, y hacer desde el país y para el país. Su obra fue exitosa en la formación de un pensamiento compacto, para cuya expresión acuñó vocablos que se instalaron en la terminología política, como “cipayo” o “vendepatria”, palabras que siguen vigentes como latigazos al día de hoy.
En la elaboración de las distintas etiquetas ideológicas que se le adjudicaron, tuvieron participación algunos de los intelectuales atacados por su pluma. Procuraron ridiculizarlo, declarándolo figura prominente del “nacionalismo burgués”, y fijando su lugar en el mapa político con más intención de restarle legitimidad que de describirlo con justicia. Lo cierto es que, para identificar ideológicamente a Jauretche, habría que hablar de sus vínculos tanto con la izquierda como con la derecha nacionalista, en un recorrido que desborda cualquier casillero cómodo o manual de uso.
En estos días, mientras se discute si la academia argentina es o no “nacionalista” —como si se tratara de un adjetivo radiactivo o como si la academia fuese una sola—, su figura vuelve a aparecer. No como santo patrono del pensamiento puro, sino como “intelectual de calle” que desconfiaba tanto de las modas extranjeras como del provincialismo satisfecho de no mirar más allá de la propia frontera. Él lo había dicho con la claridad que lo caracterizaba: “lo nacional es lo universal visto con nuestros propios ojos”.
No se trata de colgar su retrato en una pared, sino de escuchar las alarmas que dejó prendidas. Porque las zonceras que describió—la colonización cultural, el desprecio por lo propio, el fetiche por lo ajeno— no se han ido. Siguen operando y adormeciendo el desarrollo del tan mentado pensamiento nacional.
Jauretche se encargó de señalar las abstracciones en la que caían las ideologías. Veía en las doctrinas importadas —liberales, marxistas o nacionalismos europeos— el mismo defecto de fábrica. Pretender que el país se subsumiera a ellas, en lugar de que naciera de nuestra propia experiencia una forma de pensar capaz de resolver problemas concretos. Por eso exigía a los intelectuales argentinos lo que para él era básico. Creatividad, amor por lo propio y compromiso real con los sectores populares. Nunca negó el valor de lo universal, lo que rechazaba era el reflejo condicionado de aceptar como dogma lo que venía de afuera, incluso si eso implicaba forzar la realidad local para que encajara en moldes ajenos. Esa costumbre, para Jauretche, era el síntoma más claro de lo que llamó “colonización cultural”, tan dañina como el coloniaje económico.
En su método, la teoría debía seguir al hecho, no al revés. Prefería la observación directa, la experiencia y la intuición antes que leyes o fórmulas nacidas en otros contextos. A esa dependencia teórica la bautizó “la nueva escolástica de los antiescolásticos”. Intelectuales que, creyéndose originales por citar modas europeas o norteamericanas, terminaban repitiendo viejos guiones con diferente acento.
Pero su crítica más conocida y persistente fue contra las “zonceras”. Esas verdades aceptadas sin discusión que se instalan desde la escuela, la prensa o la cátedra, y que terminan moldeando la forma en que el país se piensa a sí mismo. La “zoncera madre” era la dicotomía sarmientina de civilización o barbarie, que colocaba lo europeo en el pedestal de la cultura y lo americano en el sótano de la barbarie. De ella nacían otras: que la extensión del territorio era un problema, que el interior podía sacrificarse en nombre de la “Patria Chica” de Buenos Aires o que el inmigrante era naturalmente superior al nativo.
Aunque nunca haya leído a Thomas Kuhn, Jauretche actuó como si conociera de memoria su tesis de que toda actividad científica se organiza en torno a un paradigma y su ruptura. Él identificó con claridad cuál dominaba las ciencias sociales y la educación en la Argentina, y lo bautizó “pensamiento colonial”. Bajo ese marco, la civilización no se entendía como la expansión de una cultura propia, sino como un proceso de desnacionalización. Un mesianismo invertido, que en lugar de emancipar imponía la dependencia. Y advirtió que las élites intelectuales habían convertido ese paradigma en un filtro para bloquear cualquier respuesta nacida de la experiencia local, como si la “naturaleza de las cosas” fuera un estorbo para sus teorías importadas.
La denuncia contra el “pensamiento colonial” no se quedó en la teoría. Jauretche buscó un espacio desde el cual convertir esa crítica en acción política y lo encontró en FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina). Allí vio la oportunidad de formar una generación capaz de mirar el mundo “desde nosotros, por nosotros y para nosotros”, como solía decir. FORJA fue, para él, un laboratorio de pensamiento y militancia donde se unían la reflexión histórica y la estrategia política, con un objetivo central: “desmontar el coloniaje económico y cultural que mantenía al país atado a los intereses británicos.”
En esa visión, la historia argentina estaba marcada por un conflicto no resuelto entre dos proyectos. La Patria Grande —de raíz federal sanmartiniana, con un desarrollo económico y territorial integrado— y la Patria Chica, encarnada en el liberalismo porteño de raíz rivadaviana, que soñaba con una Argentina reducida a la ciudad y su puerto. Para Jauretche, el triunfo de la Patria Chica fue la consagración de un país pensado para servir al comercio exterior de las potencias, aunque eso implicara abandonar el interior y resignar soberanía.
Esa lógica, sostenía, que no solo había moldeado la economía y la política, sino también la mentalidad nacional. De ahí la necesidad de revisar la historia, no para glorificar el pasado sino para entender cómo y por qué se frustraron proyectos que buscaban integrar al país bajo una mirada propia. En esa línea, reivindicaba las experiencias de Rosas en el siglo XIX y de Yrigoyen en el XX como intentos —fallidos, pero reveladores— de construir una política con sentido nacional, enfrentada a los intereses coloniales y sus voceros internos.
La batalla contra las “zonceras” iba de la mano con el repudio a quienes las fabricaban y las sostenían. Jauretche señalaba sin rodeos a los aparatos legitimadores de la colonización cultural: la escuela, la prensa, la cátedra, las academias. Allí, lo nacional y popular era tachado de bárbaro, mientras que lo “aceptable” —ya viniera desde la derecha o la izquierda— debía respetar las premisas del viejo dogma civilizatorio. A esos guardianes del canon, Jauretche los llamaba “cipayos” o, con más ironía, la intelligentzia.
Décadas después, Louis Althusser describiría algo parecido en su célebre texto sobre los aparatos ideológicos del Estado en 1970, negando la supuesta neutralidad política de la cultura. La nueva izquierda argentina lo celebró como una revelación y lo adoptó como referencia. Jauretche, sin embargo, ya había hecho esa observación en 1957, con ejemplos concretos de cómo operaban estos mecanismos en la Argentina. Que no se lo reconociera quizás no fuera una casualidad. Escuchar a Jauretche obligaba a mirarse en un espejo menos cómodo que el que ofrecían las traducciones francesas.
Su pluma fue especialmente dura con figuras consagradas como Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo o Julio Irazusta, a quienes veía como exponentes de una intelectualidad desvinculada del país real. La revista Sur, orgullo de la vida cultural porteña, le parecía uno de los más eficaces mecanismos de fuga de la responsabilidad de pensar desde y para la Argentina. En contraposición, reivindicaba a los intelectuales excluidos de esos círculos —a quienes consideraba la verdadera inteligencia nacional—, capaces de combinar rigor y compromiso con los intereses populares, como Scalabrini Ortiz, Leopoldo Lugones, Homero Manzi, Gabriel del Mazo.
Jauretche no quería dejar a la Argentina un catecismo político, sino un estado de conciencia. Buscaba que, más allá de banderas y trincheras, los argentinos coincidieran en algo básico. Una política real capaz de dar respuestas reales a un país real. A esa tarea la llamaba antiideológica, no porque despreciará las ideas o el trabajo intelectual, sino porque creía que las ideas debían estar siempre conectadas con la realidad del país y al servicio de un propósito concreto de transformación.
Se le reprochó no dejar propuestas institucionales detalladas, pero para él el pensamiento nacional podía tomar múltiples formas políticas y no estaba atado a un esquema único. Lo importante era mantener la centralidad del interés nacional y entenderlo como sinónimo del interés de las mayorías. En esa línea, advertía que las estructuras mentales y culturales podían ser tan determinantes como la economía para frustrar el destino de un país.
Ese era su punto de partida y también su advertencia. Un país no se pierde solo por guerras o crisis económicas; también puede perderse, lentamente, si cede el control de su mirada, su lengua y su manera de entender el mundo. En esa batalla, el pensamiento—incómodo, irreverente, sin tutores— era su arma principal. Y hoy, cuando lo “nacional” vuelve a ser tratado como rareza folclórica o como delito ideológico, su voz suena menos a nostalgia que a advertencia. Jauretche no escribió para su tiempo, escribió para cualquiera que, en medio del ruido, todavía quiera poner la cabeza donde pisan los pies.