
Hay algo en los ojos de un chico que desarma cualquier discurso: una mezcla de curiosidad y confianza que no calcula, que no especula, que se lanza. Los niños preguntan “¿por qué?” y, sin saberlo, ponen en jaque nuestras certezas cansadas. Juegan en serio, aprenden todo el tiempo, se frustran y vuelven a intentar, porque su medida del mundo no es el éxito sino el asombro.
En este Día del Niño, la propuesta es volver a mirar como ellos: con sencillez, con inocencia, con esa valentía de soñar sin permiso. Si lo pensamos bien, el futuro no está adelante: habita en cada gesto presente que les garantiza pan, paz, abrigo, juego y escuela; en cada adulto que se anima a desaprender el cinismo para reaprender la ternura. Es elegir que el mañana empiece hoy, en la mesa de casa, en el aula, en la plaza, en cada abrazo que vuelve posible lo imposible.
Los chicos no clasifican: miran, preguntan, invitan. Dicen “¿jugamos?” y esa sola palabra derriba credenciales, discursos y sospechas. En la plaza nadie pregunta de qué barrio venís, por quién votás o cuánto ganás; la ley es simple y poderosa: si estás acá, contás. Esa inocencia, que no es ingenuidad, sino sabiduría temprana, nos devuelve una ética que perdimos por exceso de cálculo: la dignidad vale lo mismo en todos los cuerpos, y el otro no es un obstáculo, es una oportunidad de encuentro. Cuando un nene te toma de la mano y te incluye en el juego, te está diciendo algo que olvidamos: que pertenecer no debería ser un privilegio, sino el punto de partida. Que la diferencia, lejos de ser amenaza, puede volverse fiesta si hay reglas claras, respeto y ganas de compartir. Volver a mirar como niños es reaprender esa gramática sencilla. Y si esto parece poético, también es profundamente político, porque cambia el modo en que nos tratamos en la cola del colectivo, en la asamblea escolar, en la discusión pública. Tal vez la grieta empiece a cerrarse el día en que, como los chicos, nos animemos a dar el primer pase sin pedir garantías.
Antes de aprender a leer y escribir, aprendemos a reconocer un abrazo. El amor es el primer idioma que habitamos, la lengua materna de la existencia, la que no necesita traducción. Un chico sabe cuándo lo cuidan, cuándo lo esperan, cuándo lo celebran, aunque nadie se lo diga con palabras. Y esa certeza íntima, que marca la vida para siempre, es también una brújula social. Porque sin amor no hay confianza, y sin confianza no hay comunidad posible.
El amor ordena lo cotidiano, una mesa compartida, un beso de buenas noches, pero también proyecta lo colectivo: ¿qué sería de un país que se animara a amar mejor? Amar no significa negar el conflicto ni evitar la discusión, significa elegir que la diferencia no destruya, sino que construya. Los niños nos lo recuerdan cada día: se pelean jugando y a los cinco minutos se reconcilian, porque saben que el vínculo vale más que el enojo. Tal vez ahí esté la lección: que el amor no es un adorno sentimental, sino una decisión política. Un país que ama mejor discute mejor, se perdona mejor y se anima a pensar un futuro donde el otro no sea rival, sino aliado.
El juego es la primera escuela de ciudadanía. En él se aprende a esperar el turno, a respetar reglas, a perder sin dramatizar y a ganar sin humillar. Jugar enseña que no todo está definido de antemano, que cada partido empieza de nuevo y que lo importante no es acumular trofeos sino sostener el vínculo. Los niños entienden que el tiempo del juego no es tiempo perdido: es la manera más seria de descubrir el mundo, de ejercitar la creatividad, de aprender a confiar.
Para un adulto, el juego suele ser un lujo o un entretenimiento secundario; para un niño, es arte, es necesidad, es vida en estado puro. Y si lo pensamos como sociedad, ¿qué significa perder la capacidad de jugar? Significa acostumbrarse a la rigidez, dejar que la rutina mate la imaginación, asumir que todo está escrito. Recuperar el arte del juego sería también una política pública: ciudades con plazas vivas, escuelas que inviten a explorar, barrios que mezclen generaciones y culturas sin miedo. Jugar nos devuelve la risa, la ligereza, el placer de crear sin otro fin que el de compartir. El juego no niega la realidad dura, la transforma, la vuelve soportable, nos recuerda que incluso en medio de la crisis es posible reír juntos.
La niñez no reconoce imposibles: dibuja futuros. Donde un adulto ve una pared, un chico inventa una puerta. Donde el calendario marca plazos, ellos despliegan mapas de colores. Soñar es su manera natural de habitar el mundo: se disfrazan de astronautas sin conocer aún la física, se convierten en médicos con un estetoscopio de juguete, arman castillos con cajas vacías y se sienten reyes de un reino invisible.
Esa capacidad de imaginar abre caminos donde la realidad parece cerrarse, y nos recuerda que el progreso humano siempre empezó en un sueño: volar, viajar al espacio, curar enfermedades, educar a todos. Cuando perdemos la costumbre de soñar, nos resignamos a administrar lo que hay; cuando nos animamos a imaginar como niños, se enciende la chispa de lo que todavía puede ser. La política también necesita de esta imaginación: no para evadirse, sino para animarse a proponer horizontes que trasciendan la urgencia. Soñar en serio no es infantil, es profundamente adulto: es decidir que el mañana no se improvisa, se dibuja y se cultiva. Y si dejamos que los chicos nos contagien esa fe en lo imposible, quizás descubramos que el futuro no está tan lejos: empieza en la valentía de creer que lo que hoy parece utopía puede convertirse en hábito colectivo.
Un niño convierte cada instante en una lección. Pregunta sin pudor, se equivoca sin miedo, repite hasta que entiende. Esa pedagogía natural es la que muchas veces los adultos olvidamos cuando creemos que ya lo sabemos todo. Los chicos no cargan prejuicios, no etiquetan antes de conocer, no cierran conversaciones con un “ya lo vi”. Miran, prueban, descubren. Aprender es su manera de estar vivos. Y tal vez ese sea el mayor desafío para nosotros: recuperar esa humildad de aprendiz permanente. Una sociedad que se anima a aprender como los niños escucha más, compara menos, juzga mejor. En lugar de atrincherarse en certezas, se abre a nuevas respuestas.
Cuando un chico pregunta por qué el cielo es azul, no busca una explicación técnica, sino una oportunidad para comprender más allá de lo obvio. Cuando pregunta por qué hay pobres o por qué hay guerras, nos confronta con lo que deberíamos cambiar. Si volviéramos a aprender con esa frescura, nos salvaríamos del cinismo que todo lo empobrece. Aprender como niños es aceptar que cada error es un comienzo y que cada día puede ser distinto. El futuro que soñamos se construye con adultos dispuestos a seguir preguntando, a seguir desaprendiendo, a volver a mirar el mundo con los ojos de quien nunca se cansa de descubrirlo.
Volver a mirar como niños no es nostalgia, es un acto de futuro. Es atrevernos a reconocer en la inocencia una ética, en el amor un idioma, en el juego un arte, en los sueños un plan y en el aprendizaje un camino. Ellos, sin proponérselo, nos enseñan que la vida puede ser más justa si se vive con menos prejuicios y más ternura. Que un país empieza a ser mejor cuando se anima a pensar con esa misma frescura, cuando no deja de abrazar ni de imaginar.
Este Día del Niño no debería medirse en regalos envueltos en papel brillante, sino en el compromiso de todos para que cada chico crezca rodeado de pan, de juego, de afecto y de escuela. Porque el mañana no se espera: se siembra en cada gesto presente. Y quizás la mayor lección de los niños sea esa: recordarnos que lo imposible solo existe hasta que alguien se anima a creer lo contrario.