En Santiago, el comercio informal y la ocupación irregular del espacio público se han convertido en un reto central para la gestión urbana. Calles y plazas históricas, antes dedicadas al encuentro ciudadano, se ven hoy saturadas por puestos improvisados, carpas y actividades no reguladas. Este fenómeno, lejos de ser puntual, se ha extendido a diversos barrios, generando tensiones entre vecinos, autoridades y comerciantes establecidos.
Las autoridades municipales reconocen que la situación exige medidas urgentes, pero también un equilibrio entre el orden y la inclusión social. La proliferación del comercio ambulante está vinculada a factores como la migración, la precariedad laboral y la crisis económica, lo que obliga a diseñar soluciones que no se limiten a desalojos, sino que integren oportunidades reales para quienes dependen de esta actividad.
El deterioro del espacio público ha tenido un impacto directo en la percepción de seguridad. Vecinos y comerciantes formales denuncian un aumento de delitos menores, consumo de alcohol y microtráfico en zonas de alta concentración de comercio informal. Este ambiente ha reducido la presencia de familias y turistas, afectando la vida cultural y económica del centro de la ciudad.
Expertos en urbanismo subrayan que la recuperación de la seguridad no se logra solo con mayor presencia policial, sino también con activación cultural, iluminación adecuada y programas comunitarios que devuelvan el sentido de pertenencia a la ciudadanía. Estas acciones, señalan, pueden generar un efecto disuasorio más sostenible que las intervenciones punitivas.
La problemática actual revela una debilidad en la coordinación entre municipio, gobierno central y fuerzas de seguridad. Falta una estrategia integral que combine regulación, fiscalización y alternativas laborales. En ausencia de un plan articulado, las intervenciones tienden a ser reactivas, con resultados limitados en el tiempo.
Además, la gestión del espacio público en Santiago enfrenta el reto de adaptarse a un escenario socioeconómico cambiante, donde la informalidad es tanto un problema como una estrategia de subsistencia para miles de personas. Resolver esta tensión requiere voluntad política y recursos sostenidos.
Ciudades latinoamericanas como Bogotá, Ciudad de México y Buenos Aires han implementado planes de reordenamiento del comercio informal con resultados mixtos. Mientras algunas lograron reducir la ocupación irregular mediante mercados regulados y programas de reconversión laboral, otras enfrentaron protestas y reocupaciones tras desalojos.
En el caso chileno, urbanistas proponen estudiar estas experiencias para adaptar soluciones al contexto local, considerando las particularidades de Santiago y la necesidad de evitar medidas que profundicen la exclusión.
Recuperar las calles implica también un proceso de diálogo con vecinos, comerciantes y organizaciones sociales. La construcción de consensos puede facilitar la aceptación de medidas de ordenamiento y reducir la resistencia a cambios necesarios. Sin esta participación, cualquier plan corre el riesgo de fracasar por falta de legitimidad.
Asimismo, la educación cívica y las campañas de concientización pueden contribuir a reforzar el respeto por las normas y el valor compartido del espacio público, clave para una ciudad más ordenada e inclusiva.

La situación de Santiago es un espejo de un desafío que enfrentan muchas urbes de la región: gobernar la calle es gobernar la ciudad. La ausencia de control sobre el espacio público no solo afecta la estética urbana, sino también la cohesión social y la seguridad.
Si bien las soluciones requieren tiempo y esfuerzo, la evidencia muestra que la combinación de regulación, oportunidades laborales y participación comunitaria tiene más posibilidades de éxito que la simple represión. La capital chilena está ante una encrucijada que definirá su futuro como ciudad viva y habitable.