
Desde Mitre en adelante, los manuales escolares construyeron un escenario cómodo. Próceres de yeso de un lado y caudillos malditos del otro. La historia se volvió un diorama de cartón pintado, con héroes intachables y villanos de manual. José de San Martín, bronce impecable, convertido en estatua muda para los actos escolares. Juan Manuel de Rosas, reducido a la caricatura del déspota sanguinario, jefe de la Mazorca y encarnación del atraso rural. Esa narración lineal, recitada por generaciones, fue eficaz para fijar un canon nacional que servía a los intereses de una elite porteñizada: un país centrado en Buenos Aires, alineado a los intereses extranjeros y en guerra simbólica contra sus propios caudillos.
Pero ese libreto tenía un problema, había hechos que no encajaban. Matices, tensiones, contradicciones que desafiaban el esquema de “civilización y barbarie”. Y uno de los más incómodos fue la relación entre San Martín y Rosas. Lejos del antagonismo, lo que existió fue respeto, afinidad y un reconocimiento mutuo que la historia oficial prefirió ocultar bajo un silencio pedagógico.
Las cartas que intercambiaron lo prueban. Pero no fueron las únicas huellas, también hubo gestos silenciosos, decisiones políticas y homenajes que, en conjunto, dibujan un cuadro distinto al que aprendimos en la escuela. Una trama que incomoda porque obliga a repensar no solo al “libertador de América” y al “restaurador”, sino a la forma en que se nos ha contado la historia argentina desde hace más de un siglo.
En 1820, cuando la política porteña se desangraba en disputas internas, San Martín se preparaba para emprender la campaña del Perú, último capítulo de su proyecto emancipador. Mientras en Buenos Aires su figura ya era objeto de intrigas y recelos, un joven estanciero bonaerense decidió rendirle un homenaje silencioso. Juan Manuel de Rosas bautizó una de sus estancias con el nombre de San Martín y poco después otra como Chacabuco. Era un gesto sencillo pero revelador. Mientras la dirigencia porteña lo hostigaba o ignoraba, Rosas reconocía en el Libertador a un referente que debía ocupar su lugar en la memoria nacional.
Ese acto temprano marca dos contrastes. Por un lado, la indiferencia de los gobiernos unitarios, que preferían borrar al general incómodo que denunciaba sus mezquindades. Por otro, la temprana intuición del futuro Restaurador de que el destino de la patria no podía escribirse borrando a quienes habían encarnado su independencia. Allí, en el bautismo de sus estancias, se anticipa la afinidad que años más tarde se cristalizaría en las cartas, el reconocimiento de un legado compartido y la convicción de que la soberanía debía sostenerse con hechos y no con discursos.
Durante la llamada anarquía del 20, el santo de la espada selló su condición de prócer continental, pero al precio de un distanciamiento definitivo de la política doméstica. Tras su renuncia en 1822, su retorno en 1823 y su salida definitiva en 1824, San Martín se convirtió en un exiliado incómodo. Celebrado en el extranjero, olvidado en su patria.
Nunca se declaró unitario ni federal. Sin embargo, sus simpatías se inclinaban hacia el federalismo. No por doctrina, sino por experiencia. Había sufrido en carne propia el sabotaje de Rivadavia y de Alvear, que lo privaron de recursos para sus campañas y lo hostigaron en la prensa porteña mientras luchaba por el continente. Al mismo tiempo, en su paso por las provincias aprendió a valorar la valentía de los caudillos y la fibra popular que sostenía a sus tropas, garantes definitivas de la liberación nacional.
Paralelamente, Rosas escalaba posiciones en la política local. De administrador de estancias y jefe natural de las periferias bonaerenses pasó, en pocos años, a ser la figura más influyente de Buenos Aires. En 1829, tras el martirio de Dorrego, asumió como gobernador con facultades extraordinarias, imponiendo orden en una provincia desgarrada por facciones. En 1835, tras el asesinato de Facundo Quiroga, regresó al poder con atribuciones aún mayores. Para 1840 ya no era solo un caudillo de la campaña, sino el conductor de la Confederación Argentina y el hombre que debía enfrentar el desafío de las intervenciones extranjeras.
Por eso, cuando en aquel año Rosas decidió ayudar al Libertador, no fue un gesto aislado. Era la continuidad de aquel homenaje temprano y, al mismo tiempo, una muestra de que comprendía la injusticia del olvido en que había caído San Martín. Consciente de sus penurias económicas, ordenó concederle la propiedad de seis leguas de tierra en la Confederación. Más tarde, cuando la salud del general se agravaba, intervino de manera aún más concreta: dispuso que su yerno, Mariano Balcarce, fuese designado en la embajada argentina en Francia y gestionó, a través de Manuel de Sarratea, que pudiera residir cerca de Boulogne-sur-Mer. Todo para garantizar que Mercedes, la hija de San Martín, no tuviera que separarse de su padre en sus últimos años de vida, como le había ocurrido al propio general con María de los Remedios de Escalada.
Hacia mediados de la década de 1840, San Martín vivía una existencia austera en Europa. Retirado en su residencia de Grand Bourg, a pocos kilómetros de París, el Libertador sobrevivía gracias a préstamos, a la ayuda de amigos fieles y al sostén de su hija Mercedes. No había honores ni reconocimientos oficiales, solo la rutina de un anciano enfermo, cada vez más golpeado por la ceguera y la soledad. Pero esa vida gris no apagó su mirada política. Desde allí, con la pluma como única arma, siguió analizando el destino de la patria y de América.
En 1845, la Confederación Argentina enfrentó la prueba más dura: la intervención conjunta de Francia e Inglaterra, decidida a doblegar a Rosas y forzar la apertura de los ríos interiores al comercio europeo. La respuesta fue la resistencia en el Paraná, en la célebre Vuelta de Obligado del 20 de noviembre. Cadenas cruzadas sobre el río, cañones improvisados y un puñado de criollos mal armados se enfrentaron a las dos mayores potencias de la época. En términos militares fue una derrota, pero en términos políticos una victoria resonante. El mensaje era que un país joven podía desafiar a los imperios y salir con el honor intacto.
Desde Grand Bourg, San Martín tomó la pluma y le escribió a su amigo Tomás Guido una carta que parecía anticipar la Doctrina Monroe, pero desde el sur del continente:
“…es inconcebible que las dos Naciones más grandes del universo se hayan unido para cometer la mayor y más injusta agresión que puede cometerse contra un Estado Independiente (…) yo soy de Partido Americano, así que no puedo mirar sin el mayor sentimiento los insultos que se hacen a la América…”
El viejo general, que ya no podía regresar al campo de batalla, dejaba claro que la verdadera grieta no estaba entre unitarios y federales, sino entre América y los poderes europeos que pretendían humillarla. Con los triunfos del segundo San Lorenzo en enero y Punta del Quebracho en junio de 1846, nuestro país demostraba su capacidad.
Ese mismo espíritu aparece en sus cartas a Rosas. En 1848, cuando la revolución de febrero que daría paso a la Segunda República Francesa sacudía París y lo obligaba a trasladarse con su familia a Boulogne-sur-Mer, San Martín le confesaba al gobernador argentino:
“A pesar de la distancia que nos separa de nuestra Patria, usted me hará la justicia de creer que sus triunfos son un gran consuelo para mi achacosa vejez (…) jamás he dudado que nuestra patria tuviese que avergonzarse de ninguna concesión humillante a usted, mi apreciable general”.
En esas líneas se expresaba el consuelo que un hombre aislado y enfermo, había encontrado en las victorias de Rosas contra el bloqueo anglo-francés.
Dos años más tarde, en mayo de 1850, ya casi ciego y con la muerte a la vuelta de la esquina, le escribe una última carta al Restaurador:
“Como argentino me llena de un verdadero orgullo ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor establecidos en nuestra querida Patria, y todos estos progresos efectuados en medio de circunstancias tan difíciles en que pocos Estados se habrán hallado”.
Era su despedida. Un reconocimiento final a la tarea de Rosas y una reafirmación de lo que había sostenido siempre: que la patria estaba por encima de los nombres y de cualquier disputa interna.
El corolario fue simbólico y definitivo. En su testamento, San Martín dispuso que su sable corvo, compañero de todas sus campañas, fuese entregado a Rosas:
“El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la Independencia de la América del Sur le será entregado al General de la República Argentina, Don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que tentaban humillarla.”
La historia oficial nunca digirió bien esa cláusula. El Libertador había elegido — no a Rivadavia, ni a los generales Aráoz de Lamadrid o Jose Maria Paz, ni a ningún otro patricio de la “civilización”— al depositario de su legado más preciado. Ese gesto incómodo bastaba para dinamitar el relato mitrista. En esas cartas, el San Martín de mármol se volvía humano, político, y reconocía en Rosas —el villano oficial— a su último aliado.
San Martín y Rosas nunca se encontraron cara a cara. Pero a la distancia compartieron ideales, correspondencia y gestos que los unieron más allá de las etiquetas partidarias. Ambos entendieron que la verdadera grieta no era entre unitarios y federales, sino entre quienes querían una patria soberana y quienes, por izquierda (liberalismo) o por derecha (conservadurismo), estaban dispuestos a servir a intereses extranjeros. Esa relación no encaja en la fábula que Mitre escribió para la posteridad y por eso fue borrada de los manuales porque muestra a un San Martín vivo, político, que no se alinea con los salones ilustrados de Buenos Aires, Londres o París, sino con un caudillo maldito.
Solo ese gesto trastoca todo el esquema de “civilización y barbarie” que ordenó la enseñanza argentina durante más de un siglo. Tal vez por eso todavía hoy, en las aulas, se enseñan vidas paralelas. San Martín en mármol, Rosas en la penumbra.
Rescatar esa correspondencia no es un fetiche revisionista. Es mirar de frente cómo el poder operó en la historia, y cómo la historia todavía opera en la política. Porque si algo enseñan las cartas entre el Libertador y el Restaurador es que la política se decide en actos de coraje: arriesgarse a nombrar lo que otros callan, tender la mano cuando el resto da la espalda, dejar como legado un símbolo que incomoda.
La Nación se forjó en esos movimientos valientes que no entran en la comodidad del canon. En esa trama secreta donde el Libertador con su último respiro eligió reconocer a Rosas. Y conviene recordarlo cada vez que la política actual se refugia en encuestas, posa para la foto y huye de cualquier decisión que importune su status quo. Porque hasta el propio San Martín, con toda su gloria, prefirió quedar del lado de la incomodidad.