
Colombia atraviesa un nuevo ciclo de violencia que combina viejas disputas armadas con tácticas innovadoras y más letales. En las últimas semanas, hechos como el derribo de un helicóptero en Amalfi con 13 policías muertos o la retención de 34 militares en Guaviare evidencian la magnitud del desafío que enfrenta el Estado en plena antesala electoral.
El país ya no lidia con un único adversario centralizado, sino con una constelación de grupos armados que disputan territorios, rentas ilegales y rutas estratégicas. Este escenario fragmentado genera un panorama impredecible donde las comunidades civiles son las principales víctimas, atrapadas entre actores que buscan afianzar su poder a cualquier costo.
Una de las novedades más inquietantes de esta escalada es el uso de drones con cargas explosivas, empleados por disidencias y bandas para atacar instalaciones y hostigar a las fuerzas públicas. La facilidad de acceso a esta tecnología, sumada a su bajo costo, ha multiplicado la capacidad ofensiva de grupos armados en departamentos como Cauca, Antioquia y Catatumbo. El impacto psicológico en la población es igual de fuerte que el material: la sensación de vulnerabilidad se ha extendido a zonas urbanas y rurales por igual.
Además de los drones, las organizaciones recurren a plataformas de mensajería y redes sociales para difundir videos y proclamas que buscan intimidar y legitimar sus acciones. Esta guerra comunicacional amplifica el miedo y facilita el copiado de tácticas entre distintos actores, configurando un escenario donde la violencia se replica rápidamente en nuevos territorios.
El Clan del Golfo ha emergido como uno de los actores más fortalecidos en este contexto. De acuerdo con estimaciones de seguridad, entre 2018 y 2025 habría crecido más de un 160% en efectivos, consolidando su control en regiones como el Urabá, el Bajo Cauca y parte del Chocó. Su capacidad de coacción combina armamento, alianzas locales y el control de economías ilegales como la minería y el narcotráfico.
Mientras tanto, el ELN y las disidencias del EMC-FARC disputan influencia en áreas del suroccidente y la frontera con Venezuela, lo que ha derivado en choques constantes. La Segunda Marquetalia, por su parte, ha perdido peso a nivel nacional, aunque conserva focos locales de actividad que le permiten mantenerse en la pugna.
El recrudecimiento del conflicto se refleja en el aumento de masacres, desplazamientos forzados y confinamientos. El Comité Internacional de la Cruz Roja ha identificado ocho conflictos armados internos activos en Colombia, lo que convierte al país en el más complejo del mundo en términos de violencia prolongada. Las cifras hablan por sí solas: más de medio centenar de masacres han sido registradas en lo que va del año, con comunidades rurales especialmente afectadas.
El asesinato de líderes sociales sigue siendo un fenómeno alarmante. Estas muertes buscan desarticular procesos comunitarios y frenar reclamos de justicia territorial. A ello se suma el temor creciente por los ataques con drones en áreas pobladas, que representan un riesgo colateral elevado para civiles que ya padecen condiciones de vulnerabilidad.
La violencia se intensifica en medio de la precampaña hacia 2026, donde la seguridad se perfila como uno de los ejes centrales del debate electoral. Los detractores de la política de “paz total” la señalan como un fracaso, mientras otros sectores insisten en que sin negociación no habrá salida estable al conflicto. En este cruce de narrativas, la presión recae sobre el Gobierno para demostrar eficacia en el terreno.
El Estado enfrenta el reto de adaptar sus estrategias a una guerra descentralizada y tecnológicamente más sofisticada. Esto implica invertir en defensas antidrone, reforzar la inteligencia y garantizar la protección de líderes sociales y comunidades. La coordinación interinstitucional será clave para evitar que la violencia siga extendiéndose sin contención.
#25Ago 🌏 | De 6 a 13 muertos: El trágico balance del derribo del helicóptero policial en Colombia https://t.co/Aq7LiYbLQ4
— Sumarium (@sumariuminfo) August 25, 2025
El nuevo ciclo de violencia en Colombia no responde a un proyecto único de poder centralizado, sino a la disputa fragmentada por territorios y economías ilícitas. Este rasgo dificulta aún más las estrategias de pacificación, pues la negociación con un actor no garantiza la reducción de hostilidades en otras zonas. La presencia de múltiples focos de conflicto convierte cualquier salida política en un proceso largo y frágil.
De mantenerse la tendencia, los próximos meses estarán marcados por más ataques con drones, choques entre grupos y graves costos humanitarios. El país enfrenta la paradoja de tener una amplia experiencia en procesos de paz y, al mismo tiempo, un escenario de violencia diversificada que obliga a repensar el modelo de seguridad y reconciliación nacional.