
La realidad del narcotráfico en América Latina se ha transformado en una crisis estructural que supera los límites nacionales. Según la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), entre 2013 y 2017 la superficie de hoja de coca en Sudamérica se duplicó, pasando de 120.600 a 245.000 hectáreas. Este incremento elevó la producción global de cocaína a casi 1.976 toneladas en 2017, con Colombia como principal epicentro del fenómeno.
El problema no se limita al aumento en los cultivos. La sofisticación de las redes criminales ha elevado la capacidad operativa de los cárteles. Minisubmarinos, vuelos clandestinos hacia África y rutas terrestres y marítimas a través de Centroamérica y Norteamérica conforman un entramado global que desafía la capacidad de respuesta estatal. Como resultado, América Latina y el Caribe concentran hoy el 33% de los homicidios del mundo, con países como Brasil, Colombia y Venezuela por encima de la media regional de 22 muertes cada 100.000 habitantes.
Colombia se mantiene como el eje del mercado mundial de la cocaína. Para 2023, la superficie sembrada alcanzó un récord de 253.000 hectáreas, el tercer año consecutivo de expansión. La producción de cocaína aumentó un 53% en 2024, llegando a más de 2.664 toneladas, con epicentros en Cauca, Chocó, Putumayo, Norte de Santander y Nariño. Según la ONU, Colombia concentra el 67% de los cultivos a nivel mundial, lo que convierte su situación en un problema global.
El aumento de la producción no solo fortalece a las organizaciones criminales, sino que también alimenta la violencia en las zonas rurales. Campesinos atrapados en economías ilícitas, comunidades indígenas presionadas por actores armados y jóvenes reclutados por el narcotráfico son el rostro humano de una tragedia que trasciende estadísticas.
Uno de los aspectos más alarmantes es la penetración de los cárteles en estructuras estatales. Funcionarios cooptados, autoridades locales bajo presión y redes de corrupción debilitadas permiten la expansión del negocio ilícito. En algunos países andinos, incluso la falta de datos consistentes sobre los cultivos refleja la incapacidad de medir el problema con transparencia.
La erosión institucional se convierte así en el principal aliado de las mafias. Sin controles sólidos, los Estados quedan vulnerables, y los esfuerzos por erradicar cultivos se enfrentan a un terreno donde la impunidad y la connivencia local bloquean los avances.
El narcotráfico no reconoce fronteras. Los países de la región enfrentan consecuencias similares: violencia urbana, migración forzada, deterioro ambiental por químicos usados en los cultivos y pérdida de legitimidad política. La JIFE advierte que sin cooperación regional y políticas coordinadas, el fenómeno seguirá creciendo.
En este contexto, la clave no está solo en la erradicación forzada, sino en ofrecer alternativas económicas viables para las comunidades rurales, fortalecer las instituciones judiciales y transparentar los mecanismos de control. De lo contrario, América Latina seguirá atrapada en un círculo donde la coca genera dinero para unos pocos y muerte para muchos.
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— InSight Crime Español (@InSightCrime_es) September 2, 2025
El auge del narcotráfico en América Latina confirma que la región enfrenta algo más que un problema de seguridad: se trata de una crisis integral que combina violencia, corrupción y fragilidad estatal. Las cifras récord en Colombia muestran la magnitud de un fenómeno que no solo golpea a un país, sino que repercute en la estabilidad de todo el continente.
Romper este círculo vicioso exige ir más allá de las cifras y las operaciones militares. La verdadera solución dependerá de la capacidad de los Estados para reconstruir la confianza ciudadana, fortalecer la transparencia y ofrecer salidas legales a quienes hoy dependen de la coca para sobrevivir.