
En Argentina, por más nuevos partidos políticos o frentes que aparezcan, la contienda política se organiza siempre en torno a dos polos: el peronismo y el antiperonismo. No se trata de etiquetas pasajeras, sino de fuerzas estructurales que definen nuestra vida institucional desde hace más de setenta años.
Lo interesante es cómo se comporta cada una cuando le toca gobernar. El peronismo ha demostrado ser un partido de continuidad institucional: cambia de líderes, de estilos y de discursos, pero sigue siendo peronismo. Se reorganiza, se adapta, sobrevive. En cambio, el antiperonismo, cuando alcanza el poder, suele diluirse en sus propias contradicciones internas.
Pese a crisis económicas, derrotas electorales y divisiones internas, el peronismo nunca se desarma como identidad política. Puede perder una elección en la Nación o en provincias, puede enfrentar tensiones entre distintas corrientes, pero conserva algo decisivo: una estructura partidaria, sindical y territorial capaz de sostenerse en el tiempo.
Ese piso lo convierte en un actor estable de la institucionalidad argentina.
El recorrido del antiperonismo en el poder revela un patrón repetido:
Ricardo Alfonsín, con enorme legitimidad democrática, terminó atrapado en tensiones internas (el plan austral explotó el apoyo progresista interno) y en una crisis económica que su propio partido no supo acompañar.
Fernando De la Rúa creyó que los votos eran de él, y la Alianza se quebró: el radicalismo, el Frepaso, la Franja Morada; cada facción tiró para su lado.
Mauricio Macri se sostuvo mientras la economía acompañó; cuando llegaron los ajustes y las tensiones sociales, también su coalición empezó a crujir. La UCR no acompañó, la Coalición Cívica corrió por izquierda, el propio Larreta y Vidal, en pos de su proyecto personal se desmarcaron de un Macri cada vez más en soledad.
Javier Milei, hoy, enfrenta la misma encrucijada: Creyó que su triunfo inicial dependía exclusivamente de él, y no se percató del desgaste rápido que ocurrió. Rechazó a todo el arco político más antiperonista, porque por error nuevamente, creyó que era el gran líder único del antiperonismo. Las derrotas provinciales -como la de Buenos Aires, donde el peronismo volvió a ganar con holgura- dejan a la vista los límites de una fuerza política que depende más del carisma presidencial que de una estructura sólida.
En todos los casos se repite la escena: al antiperonismo lo une el rechazo, pero al momento de gobernar no logra resolver sus propias contradicciones internas. Se desesperan por enterrar al peronismo en vez de gobernar y buscar la aprobación de la población. Habría que pensar alguna vez que la desestabilización tal vez no la genera el peronismo opositor, sino la incapacidad del “anti” para constituirse en un proyecto duradero.
La reflexión es inevitable: ¿por qué el antiperonismo, en sus diferentes versiones -radicalismo, PRO, libertarismo-, no logra consolidar un partido que condense posiciones y resuelva conflictos internos de poder? La respuesta parece simple: porque lo único que lo cohesiona es el “anti”. Y gobernar exige algo más que un enemigo común: requiere un proyecto, un programa, una institucionalidad propia.
En este punto, vale cuestionar también cierta narrativa que, de manera recurrente, acusa al peronismo de ser “destituyente” o “golpista”. La historia reciente muestra que no es el peronismo el que quiebra la institucionalidad, sino las propias fracturas del antiperonismo en el poder. El peronismo ha ejercido la oposición con dureza, sí, pero la verdadera inestabilidad suele provenir de los gobiernos que no logran sostenerse en sus propias alianzas.
En definitiva, el peronismo puede ser gobierno u oposición, puede ganar o perder, pero nunca deja de ser peronismo. El antiperonismo, en cambio, cada vez que llega al poder se enfrenta al espejo de su propia debilidad. Tal vez allí resida el verdadero problema de nuestra democracia: no en un peronismo supuestamente desestabilizador, sino en la incapacidad de su contraparte para construir una alternativa de poder coherente y duradera.