
La universidad pública no es un lujo ni una reivindicación marginal: es libertad. Es la posibilidad de salir del círculo familiar, de las urgencias simbólicas, del amarre económico. Es el lugar donde lo individual se encuentra con lo universal, donde uno se aleja, lo más que se pueda, de ser solo “el hijo de” para ser ciudadano del conocimiento. Por eso la universidad pública debería ser una tautología del Estado democrático: no algo opcional, sino inseparable de aquello que somos como sociedad. Privatizarla, recortarla, vetarla, significa profundizar el reino de lo particular, de lo privado, de lo que le pertenece a cada individuo o clan familiar.
El reciente veto presidencial al aumento presupuestario universitario es, por eso mismo, una estafa generacional. Estafa del presente contra el pasado que construyó esas universidades sin pensar en la rentabilidad inmediata; contra el futuro de quienes deberían heredar esa misma oportunidad. Durante más de cien años el Estado argentino financió el desarrollo intelectual, científico y técnico de la nación, formó médicos, ingenieros, artistas, científicos, que luego nutrieron tanto lo público como lo privado. ¿Por qué ahora privarle a los jóvenes argentinos la misma chance de emanciparse, de aprender sin pagar lo que no pueden pagar?
La universidad pública no es gasto, es inversión. Cada vez que se recorta una beca, se dilata un concurso docente, se demoran las partidas para laboratorios o investigación, se afecta no solo la calidad: se debilita la idea de que todos podemos participar de la construcción de algo más grande que nosotros mismos. Las voces universitarias no tardaron en levantarse: asambleas estudiantiles, resoluciones de rectores solicitando audiencia pública con el Presidente, clases públicas en explanadas de facultades, manifestaciones frente al Ministerio de Educación. No se pide limosna: se exige compromiso constitucional. No se pide caridad: se reconoce un derecho.
Estas medidas políticas que tomó la universidad pública muestran también que no se trata sólo de pedir, sino de exigir. Y en esa exigencia está lo más potente de la democracia: la capacidad de fiscalizar y de movilizar. Porque una universidad sin presupuesto digno es una universidad que pierde libertad: la libertad de pensar, la libertad de investigar, de cuestionar. Es decir, de existir políticamente.
Privar al Estado de su rol formador, académico es resignarse a que la educación superior sea sólo mercancía. Y cuando todo es mercancía, todo está supeditado a quien compra más. Esa visión contraria al universalismo que las universidades históricamente representaron es peligrosa, no solo por lo que implica para el presente, sino por lo que determina para el alma de la nación.
La universidad pública sostiene lo que somos colectivamente, lo que podríamos ser. Es puente entre barrios que no se hablan, es horno donde se templa la solidaridad y la convicción. Vetarla no es decisión técnica: es decisión ideológica. Y los que la defienden, los que hoy salen con pancartas, resoluciones y murales, representan esa idea viva de universalidad que no cabe en discursos de mercado. La estafa generacional no es una metáfora: es el riesgo real de que lo que construyeron nuestros antepasados se diluya si no lo defendemos ahora. Porque universidad pública es libertad, y libertad compartida no se negocia.