15/09/2025 - Edición Nº951

Opinión


Altares del Siglo XXI

El autoritarismo, cuando el poder desnuda la fragilidad

14/09/2025 | El autoritarismo aparenta fortaleza pero revela inseguridad, porque quien necesita imponerse carece de la verdadera autoridad que nace del diálogo, el respeto y la confianza.



San Agustín, en 'La Ciudad de Dios', nos advertía que el poder que no se ejerce con justicia no es más que una forma de violencia organizada, porque sin justicia lo que se llama Estado no es más que un grupo de opresores que se impone por la fuerza. Mientras que Santo Tomás de Aquino, en 'De Regno ad Regem Cypri', enseñaba que todo poder que se aleja del bien común degenera en tiranía, porque quien gobierna para su propio beneficio no sólo traiciona a los gobernados sino que destruye la legitimidad de la autoridad que dice encarnar. Dicho de manera simple, tanto Agustín como Tomás nos recuerdan que el poder sin justicia es fuerza bruta y que la autoridad sin bien común es abuso.

Esa es la paradoja del autoritarismo, que se presenta como fortaleza pero en realidad desnuda la fragilidad de quien lo ejerce, porque el que no confía en la capacidad de dialogar o de construir consensos, termina buscando en la imposición una seguridad que no tiene. Lo vemos en la política todo el tiempo, lo vemos en los gobiernos que levantan banderas de libertad y terminan levantando muros de control, lo vemos en los líderes que se aferran a los cargos aunque pierdan el respeto de su gente y lo vemos en la vida cotidiana, cuando un jefe grita porque no sabe inspirar, cuando un padre amenaza porque no encuentra otra forma de hacerse escuchar.

El siglo XX nos dejó un mapa claro de lo que significa el autoritarismo en su versión más descarnada. Hitler en Alemania y Stalin en la Unión Soviética, extremos de derecha e izquierda, mostraron cómo el afán de control absoluto arrasó con la dignidad de los pueblos. Ambos proclamaban defender al pueblo pero terminaron convirtiéndolo en masa obediente, persiguiendo al librepensador como enemigo y castigando la diferencia como si fuera una traición. A su vez que en América Latina también lo vimos con dictaduras militares que se autoproclamaban guardianas del orden y sembraron terror, y con gobiernos populistas que se proclamaban defensores de los trabajadores pero terminaron controlando sus voces, limitando sus libertades y disciplinando a quienes se animaban a pensar distinto. La historia es cruel en su veredicto, los autoritarios concentran poder pero no construyen comunidad, gobiernan con miedo pero terminan en el olvido o en el repudio, porque el miedo nunca es eterno y la memoria siempre vuelve.

Pero no hace falta hablar sólo de grandes nombres ni de regímenes, porque el autoritarismo también se mete en nuestro día a día, en los lugares de trabajo donde el jefe confunde respeto con miedo y se aferra al control antes que a la confianza, en los hogares donde el padre o la madre entienden la obediencia como sumisión y no como aprendizaje compartido, en los vínculos donde lo único que importa es la voz más fuerte y no la palabra más justa. Cuando la convivencia se organiza en torno al miedo, el resultado es siempre el mismo: obediencia mientras dura la fuerza y distancia o resentimiento cuando esa fuerza se apaga. Lo más llamativo es que el autoritarismo suele aparecer en quienes dicen gobernar para los demás, en gobiernos que se proclaman populares y terminan limitando a los mismos trabajadores que decían defender, en líderes que se presentan como la voz del pueblo y terminan silenciando las voces que no encajan en su molde, en la sobrerregulación y en el control obsesivo que lejos de fortalecer debilitan al Estado, porque una comunidad libre crece y aporta mientras que una comunidad sometida apenas sobrevive.

La experiencia interreligiosa muestra un camino distinto, porque durante siglos las religiones se enfrentaron intentando imponerse unas sobre otras, pero el tiempo y la memoria de tanto dolor dejaron en claro que la convivencia no se construye desde la imposición sino desde el respeto. Hoy, las mesas de diálogo interreligioso son prueba de que se puede convivir en la diferencia, de que la diversidad no es amenaza sino riqueza, y ese mismo aprendizaje deberían incorporarlo los líderes políticos, los jefes de empresas y también quienes conducen hogares, porque la autoridad real no nace del grito ni de la amenaza sino de la confianza y del ejemplo.

El autoritarismo es una armadura que protege a los incapaces de dialogar, pero como toda armadura encierra más de lo que defiende. Quien necesita imponerse para ser obedecido nunca será respetado por sí mismo, porque su poder depende de la fuerza y no de la legitimidad. Por eso tantos autoritarios terminaron solos, temidos mientras pudieron castigar y olvidados cuando perdieron la capacidad de hacerlo. La verdadera autoridad no necesita imponerse, porque se reconoce sola, y el poder que se construye en el diálogo y en el respeto trasciende a la persona, porque no se basa en la obediencia forzada sino en la confianza compartida.

El autoritarismo puede dar miedo, pero nunca dará futuro, porque los pueblos crecen en libertad y no en cadenas. Y aunque a veces parezca que la fuerza arrasa con todo, la historia demuestra que siempre llega el momento en que la palabra abre caminos donde la imposición solo había levantado muros. Esa es la verdadera victoria, saber que la confianza no se decreta ni se impone, se gana, que el respeto no se exige, se inspira, y que la libertad no es un lujo sino el suelo común desde donde una comunidad puede levantarse. Quienes eligen el diálogo y el acuerdo quizás tarden más en ser escuchados, pero son los únicos que dejan una huella que perdura, porque construyen algo más grande que el poder, construyen el futuro.