
Ayer por cadena nacional, Javier Milei presentó el Presupuesto 2026 con una apuesta de discurso que parecía un cambio de rostro. Hizo énfasis en los aumentos reales para salud (17%), educación (8%) y pensiones/discapacidad (5%) por encima de la inflación proyectada para 2026; habló de un país con inflación descendente, de crecimiento económico (5%), del superávit fiscal primario (1,5%) y de la necesidad de equilibrio fiscal como “el único camino”.
En ese contexto, el tono del Presidente buscó sonar menos hostil: pocas descalificaciones, promesas sensibles y reconocimiento de que “muchos argentinos no ven reflejado aún el cambio en su vida cotidiana”.
Pero si hasta aquí la legitimidad del mileísmo se construyó en la prepotencia -que exige obediencia, que no admite corrección, que construye su autoridad en el grito-, cabe preguntarse: ¿es creíble este viraje empático? ¿Puede un gobierno que vetó leyes de educación y discapacidad, que usó insultos como herramienta política, lograr legitimidad en ese tono suave? Quienes recibieron satisfacción al verlo “domar” a los corruptos de siempre; esos rotos con sed de venganza ¿aceptarán tan fácilmente a un León herbívoro?
¿Y quienes sufrieron de los gritos y de la prepotencia? Quienes no solo aguantaron la dureza económica, sino que también tuvieron que bancarse el maltrato moral, psicológico y político, ¿van a creer en el nuevo león? El discurso de ayer no incluyó autocrítica: no escuchamos explicaciones de por qué, en el pasado reciente, se gritó, se vetó, se confrontó todo.
No hubo reconocimiento real de los errores no forzados. Y sin ese paso, la apelación empática corre el riesgo de quedar como máscara, como estrategia de reposicionamiento, no como transformación de fondo.
También está la pregunta de los que fueron heridos por ese estilo autoritario: gobernadores ninguneados, empresarios insultados, ciudadanos que sintieron el puño. ¿Les bastará con prometer aumentos en educación o salud para olvidar? ¿Se convencerán de que el cambio no es solo de discurso sino de comportamiento institucional? Porque la política empática no consiste solo en decir “los escucho”; consiste en mostrar que se está dispuesto a rectificar, incluso sacrificando poder o prepotencia.
Finalmente, hay algo más profundo: la empatía como forma de poder tiene un límite cuando si los daños pasados son demasiado visibles y no se revierten a tiempo. Un candidato o líder puede reconstruir afecto, recuperar simpatías, suavizar el tono, pero no puede borrar lo hecho.
Si el mileísmo quiere ser empático, debe demostrar que el nuevo estilo es un nuevo inicio de un modo distinto de gobernar: más reconocimiento, más humildad, menos gritos. Si no, la nueva cara puede verse como otra escenografía que reproduce la misma lógica de mando concentrado que tantos cancelaron en su vida política. A partir de ahora el reloj de arena empieza a correr y la afirmación “lo peor ya pasó” puede funcionar como un ancla para el propio gobierno si, efectivamente, el futuro no mejora.