
En una era donde Netflix, Disney+, HBO Max y Prime Video reinan sobre el entretenimiento, el videoclub se ha convertido en un recuerdo nostálgico de los días en que elegir una película era una aventura tangible y no un laberinto digital. Aquellos locales con estanterías repletas de VHS y DVDs, iluminados por luces fluorescentes y perfumados con el aroma a plástico viejo, representaban un ritual social. Hoy, con el streaming como norma absoluta, extrañamos esa simplicidad que convertía el cine en un evento planeado, no en un scroll infinito.
La primera gran nostalgia radica en la rapidez de las decisiones, un lujo que el streaming ha complicado hasta el absurdo. En el videoclub, enfrentarte a cuatro o cinco opciones físicas en la estantería te obligaba a elegir con agilidad, sin el agobio de menús interminables. Ahora, con cuatro plataformas compitiendo por tu atención, cada una con su catálogo fragmentado, el "análisis parálisis" se apodera de la noche. Saltás de app en app, comparás sinopsis y volvés en un loop infinito. Al final, terminas viendo lo mismo de siempre.
Otro dolor de cabeza moderno que resalta la superioridad de los videoclubs es la frustrante búsqueda de títulos específicos. En el pasado, si un film estaba alquilado, una caja vacía en el estante te lo decía de inmediato, pero al menos te limitaba a opciones cercanas y viables, acelerando la elección. Hoy, las plataformas te devuelven resultados caprichosos: o el título aparece en la lista pero no está disponible por licencias temporales, o te bombardean con sugerencias erráticas, desde películas con un actor similar hasta títulos con nombres vagamente parecidos.
La tercera razón por la que añoramos esos templos del cine es el aura ritual que envolvía cada visita, transformando un simple alquiler en un plan. Ir al videoclub implicaba logística: salir de casa, debatir qué género atacar, quizás parar por pochoclos en el camino. Era un compromiso que elevaba la experiencia, haciendo que la película se sintiera como un evento especial, no como una distracción pasiva. En contraste, el streaming ha domesticado el consumo a una rutina sedentaria: te tiras en la cama con un episodio de Los Simpson de fondo y de ahí le das play a lo primero que salta. La peor parte: si el tiempo apremia, lo pausás a la mitad para retomarlo días después -o nunca-.
Finalmente, nada supera la recomendación humana y sin filtros algorítmicos que ofrecían los videoclubs, un toque personal que las plataformas no pueden replicar. Allí, el empleado del momento -con su conocimiento o sus gustos- te sugería basándose en charlas reales: "Si te gustó ese thriller policial, probá este drama con toques de comedia". Los géneros eran claros y directos -del terror al romance, sin ambigüedades-, no como las etiquetas subjetivas de hoy, como "emocionante" o "tétrico", que parecen inventadas más pensando en el marketing que en otra cosa. Esas interacciones fomentaban descubrimientos auténticos, nacidos de sugerencias laborales o de compañeros de estudio.
¿Podría revivir un videoclub en esta era de suscripciones ilimitadas, quizás con toques híbridos como alquileres físicos y digitales? O, por el contrario, ¿aceptamos resignados el modelo impuesto por las plataformas, con su comodidad a costa de la espontaneidad? La nostalgia sugiere que hay espacio para un regreso, un antídoto contra la saturación que nos deja extrañando el click de una caja de DVD, el olor de la cinta del VHS, la promesa de una noche inolvidable.