
Un palco de paddock financiado por el Estado Argentino. No es una metáfora: la embajada argentina en Bakú —la capital de Azerbaiyán— funciona como un palco de paddock. Desde su terraza y hasta el gimnasio del tercer piso se ven los monoplazas pasar; su funcionaria a cargo lo dice sin rubor: “Estamos en la terraza de la embajada… desde el gimnasio en el tercer piso también se ve la pista. Capaz que transmitimos desde el balcón de la embajada, si no desde el gimnasio”.
Que una sede diplomática tenga vista a un Gran Premio puede ser un curioso plus de relaciones públicas. Que esa vista se convierta en el centro operativo y simbólico de la representación es otra cosa. En Bakú la ubicación es literal: la embajada está sobre una de las calles del circuito urbano de 6.003 metros. Una ubicación estratégica, sí —pero utilizada, según la propia narración de la embajadora, para montar un palco VIP pagado con fondos públicos y para hacer del evento deportivo el prime time de la misión.
Pero el lujo no se limita al balcón. Tal como reveló NewsDigitales, Mariángeles Bellusci no está sola en este escenario: su esposo, Víctor Enrique Marzari, también integra la comitiva oficial. Ocupa el cargo de encargado de negocios en la misma embajada, con salario en dólares y los mismos beneficios protocolarios.
Desde Cancillería se justificó su designación como una “eficiencia operativa”: dado que ya estaba en lugar, nombrarlo evitaría trasladar a otro funcionario. Pero, en la práctica, la fórmula se traduce en dos sueldos VIP, residencia con vista al mar Caspio y un paquete de privilegios diplomáticos a cargo del Estado argentino. Lo que algunos llaman “familia diplomática” otros lo definen como nepotismo disfrazado de austeridad.
Las declaraciones públicas de la embajadora refuerzan la sensación de frivolidad. Entre otras, explicó casi como maestra de primaria que “el nombre de la ciudad en castellano es Bacú, en inglés es Baku”. También improvisó definiciones sobre la vida local: “Uno dice Azerbaiyán y todo el mundo pregunta ¿a dónde te vas?”, o elogiando que “los mejores tomates del planeta están acá, los italianos se vuelven locos”.
En la misma línea, narró que se trajeron “palos borrachos desde Argentina, a precio de oro, y que en invierno hay que ponerles corset para que no se congelen”. Mientras tanto, Marzari asiste a actos oficiales, cumbres de cambio climático a pesar de ir en contra de las directivas del presidente Javier Milei y reuniones protocolares, disfrutando de un estilo de vida diplomático que en la Argentina común es inconcebible.
Mientras en Buenos Aires se discute si los jubilados tendrán un aumento, se recorta la asistencia a personas con discapacidad y se ajusta la salud pública y la universidad, en Bakú la Cancillería mantiene una sede de lujo en un país exótico con un balcón que incluso se alquila para ver de manera exclusiva la Fórmula 1. El contraste es tan brutal como simbólico: privilegios blindados en el exterior, tijera sobre los más vulnerables en casa.
Si la diplomacia fuera una carrera, la embajada de Bakú estaría más cerca del streaming que de la sala de crisis. En un mundo donde la geopolítica se juega en detalles —acuerdos de energía, corredores logísticos, alianzas regionales—, la representación que se confunde con turismo de lujo tiene un costo: pérdida de influencia, desperdicio de recursos y caída de legitimidad doméstica. Dicho de otra forma: si el objetivo era mejorar la “Marca Argentina”, alguien confundió el branding con un outlet internacional. Y ahora, con dos sueldos VIP sumados a la ecuación, el cuadro resulta menos excusable.
Que una embajada tenga un balcón no es en sí un pecado. Que además ese balcón tenga vista al mar Caspio, que su dueña cobre doble junto a su marido y que su uso coincida con el evento más glamoroso del año, ya es otra cosa. En un Estado que exige sacrificios a sus ciudadanos, organizar cumbres o transmitir desde balcones parece un lujo que no corresponde. La diplomacia debería ser servicio —no pasarela—, incluso más aún cuando el resto del país vive bajo el ajuste.