
Hay días en los que siento que el odio se volvió parte del aire que respiramos. Lo vemos en la política que ya no discute ideas sino que reparte insultos, en las redes sociales que se convirtieron en canchas de barro o en la calle donde un roce de tránsito puede terminar a los gritos o a las piñas. Y lo más triste es que ya casi nadie se sorprende. El odio dejó de ser un estallido aislado para convertirse en una rutina envenenada que nos intoxica sin que lo notemos, un hábito que nos está desgastando como comunidad y que nos va carcomiendo también por dentro.
En la Argentina esa bronca tiene raíces profundas. Décadas de promesas incumplidas, desigualdades que parecen naturales, bolsillos vacíos, frustraciones que se acumulan. Todo eso genera un cansancio que busca salida. Y ahí aparecen los que saben encender la chispa, los que convierten la bronca en un negocio, los que repiten que cuanto más divididos estemos más fácil es dominarnos. El odio da rating, da clics, da votos.
El odio no nace solo. Crece del miedo, de la sensación de abandono, del dolor que nadie escucha. Y cuando el odio prende, arrasa con todo lo bueno. Así es como un debate en el Congreso termina en un espectáculo de gritos, cómo una protesta legítima se transforma en violencia, cómo un simple posteo en redes se llena de insultos que destruyen a la persona antes que a la idea. Naturalizamos que el otro no es adversario sino enemigo. Y cuando todo es enemigo, ya no queda espacio para construir nada.
Lo más grave es lo que el odio nos hace por dentro. Nos roba el sueño, nos quita paz, nos endurece el alma. Creemos que nos da fuerza pero en realidad nos debilita. Nelson Mandela lo explicó con una claridad brutal cuando dijo que “el resentimiento es como beber veneno y esperar que mate a tus enemigos”.
El otro día me crucé con la frase ¨el odio paraliza y el amor libera¨. Y esas palabras resuenan en medio de tanto ruido porque nos recuerdan que el odio es una cárcel. Una cárcel cómoda, sí, pero cárcel al fin.
El cristianismo lo llama pecado porque separa, el judaísmo lo condena como una ofensa directa al prójimo, el islam lo describe como un fuego que consume la fe. Y hasta el Papa Francisco insistió en cada viaje, el odio es una semilla venenosa que nunca da fruto.. Cualquiera que haya odiado de verdad sabe que el odio no construye, solo deja cenizas.
Y vos, que estás leyendo, qué hacés con el odio que te habita. ¿Lo compartís en tus redes?¿ Lo repetís en la sobremesa?¿Lo usás como combustible para sobrevivir? O te animás a soltarlo, aunque duela, aunque cueste, aunque implique mirar al otro sin prejuicio.
No hablo de ingenuidad. Hablo de gestos concretos y simples. Escuchar cuando todos gritan. Abrazar cuando todos empujan. Perdonar cuando todos buscan revancha. Son actos pequeños, sí, pero son los únicos que desarman un odio que parece invencible.
Estamos en un momento en el que elegir no odiar es un acto de resistencia. Y quiero creer que todavía tenemos esa fuerza. Porque odiar es fácil, odiar es automático, odiar es contagioso. Lo difícil, lo verdaderamente valiente, es no odiar.
Por eso la verdadera pregunta no es qué nos hace el odio sino qué estamos dispuestos a hacer frente a él. Y ahí está la esperanza. Porque si el odio nos está devorando por dentro, también está en nuestras manos dejar de alimentarlo. Y ese día, cuando soltemos un poco de bronca para darle lugar a algo nuevo, quizás volvamos a respirar otro aire, un aire menos pesado, un aire capaz de sostenernos como país y como humanidad.