
El Gobierno promulgó la Ley 27.793 de Emergencia en Discapacidad, aunque decidió suspender su aplicación. La medida quedó reflejada en el Boletín Oficial a través del decreto 681/2025 y marca que la norma no entrará en vigencia hasta que el Congreso defina las fuentes de financiamiento necesarias.
El argumento central del Ejecutivo es fiscal: la aplicación plena de la ley supondría un gasto de más de $3 billones, equivalente al 0,35% del PBI. Según la administración de Javier Milei, el presupuesto actual carece de los créditos suficientes para afrontar semejante erogación sin comprometer el equilibrio de las cuentas públicas.
El cálculo oficial incluye la creación de nuevas pensiones, la cobertura médica y la compensación a los prestadores de servicios. Con esos números en la mano, el Gobierno sostuvo que el Congreso “omitió indicar de manera fehaciente” el origen de los recursos, incumpliendo lo que marca la Ley de Administración Financiera.
La decisión generó malestar en el universo de organizaciones vinculadas a la discapacidad, que esperaban una rápida implementación de la norma. Para estos sectores, el argumento económico posterga derechos básicos y coloca a miles de beneficiarios en una situación de vulnerabilidad.
El Ejecutivo, por su parte, trasladó la responsabilidad al Poder Legislativo. En su comunicación formal, instó a los diputados y senadores a definir cómo se cubrirán los costos, con la advertencia de que solo el Congreso tiene la facultad de autorizar un aumento presupuestario de tal magnitud.
El debate abre un nuevo frente político. Mientras el oficialismo plantea que no es posible avanzar sin financiamiento genuino, la oposición y las organizaciones sociales reclaman que la emergencia no se convierta en letra muerta. La pulseada, en definitiva, se traslada al Congreso, donde se definirá si la ley logra hacerse efectiva o queda atrapada en el ajuste fiscal.