
La elección del Dalai Lama no se parece en nada a una votación papal ni a una elección política. Según la tradición budista tibetana, el líder espiritual no muere en un sentido definitivo, sino que se reencarna en un niño destinado a continuar su misión. Cuando un Dalai Lama fallece, los monjes inician un complejo proceso de búsqueda que combina señales cósmicas, sueños reveladores y rituales ancestrales.
El procedimiento puede llevar años. Los monjes recorren aldeas enteras siguiendo pistas que, según la creencia, el propio universo deja para guiarlos. Cuando encuentran a un niño que parece ser la reencarnación, lo someten a pruebas: debe reconocer objetos personales del Dalai Lama anterior y mostrar rasgos de sabiduría espiritual inusual para su edad.
El título de Dalai Lama significa “Océano de Sabiduría” y se remonta al siglo XVI, cuando el líder espiritual comenzó a ser también una figura de gran peso político en el Tíbet. Desde entonces, cada sucesión ha tenido un fuerte impacto no solo religioso, sino también geopolítico.
Hoy la situación es aún más compleja. China, que ocupa el Tíbet desde 1950, busca influir en la designación del próximo Dalai Lama, lo que ha generado tensiones con la comunidad budista y con gobiernos de todo el mundo. Para Pekín, controlar esta figura clave es una manera de reforzar su dominio sobre la región.
El actual Dalai Lama, Tenzin Gyatso, que fue reconocido en 1940 con apenas cuatro años, ya advirtió que podría reencarnarse fuera del Tíbet para evitar la injerencia china, e incluso ha planteado la posibilidad de que la tradición de su reencarnación termine con él.
La incertidumbre abre un dilema histórico: ¿puede sobrevivir el budismo tibetano sin un Dalai Lama? Para millones de fieles, la respuesta dependerá de cómo se resuelva la tensión entre un legado espiritual milenario y las presiones del poder político en el siglo XXI.