
Colombia atraviesa un momento clave en la definición de su modelo de territorialidad. El debate sobre hasta dónde deben llegar las facultades de alcaldes y gobernadores frente al poder central se intensifica en un país marcado por la violencia, la desigualdad regional y el legado de un centralismo arraigado. En medio de estas tensiones, resurgen las voces que reclaman una redistribución real del poder político y administrativo.
La discusión no es nueva, pero ha cobrado fuerza en los últimos meses con la propuesta de la gobernadora del Tolima, Adriana Magali Matiz, quien pidió al Congreso que la Ley de Competencias, Autonomía y Descentralización otorgue más facultades a los mandatarios locales. Su planteamiento busca que estos líderes puedan incidir directamente en la seguridad, en la gestión de la Fuerza Pública y en el acompañamiento de procesos de paz.
Aunque la Constitución de 1991 reconoció la autonomía territorial, en la práctica el país sigue operando bajo la herencia de la Constitución de 1886, que consolidó el centralismo. Incluso la Corte Constitucional ha interpretado de manera restrictiva este principio, dejando a alcaldes y gobernadores en una posición subordinada frente al poder central. Este vacío jurídico e institucional ha generado choques entre las expectativas locales y las herramientas reales de acción.
Ejemplos recientes ilustran la situación: el presidente Gustavo Petro ha reclamado la ausencia de comandantes policiales en actos oficiales, mientras que el alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, ha pedido un mayor pie de fuerza para atender la inseguridad en la capital. No obstante, la falta de autonomía para decidir sobre estos recursos convierte la seguridad en un problema que depende casi exclusivamente de la voluntad del Ejecutivo nacional.
El debate actual plantea la creación de cuerpos de policía locales para enfrentar retos específicos de convivencia y seguridad ciudadana. Bajo este esquema, los municipios podrían contar con unidades enfocadas en la prevención y la mediación, mientras el uso de armas de fuego seguiría bajo control del Estado. Este modelo, ya adoptado en otros países, permitiría adaptar las soluciones de seguridad a las realidades particulares de cada territorio.
Los críticos sostienen que aumentar el número de policías no garantiza mayor seguridad si las autoridades locales no tienen la capacidad de hacer cumplir las normas. La idea de descentralizar la seguridad, con alcaldes y gobernadores asumiendo un rol más activo, busca corregir esa brecha entre presencia estatal y eficacia real en el territorio.
La falta de autonomía se hace más evidente en regiones donde confluyen economías ilícitas y grupos armados. En zonas como el sur de Bolívar, donde el ELN y el Clan del Golfo disputan el control de la cocaína y el oro, las autoridades locales carecen de herramientas efectivas para enfrentar el fenómeno. Los recursos que se mueven en estas economías ilícitas superan con creces la capacidad financiera de las administraciones departamentales.
En este contexto, los líderes regionales insisten en que sin poder real para incidir en la seguridad y en la justicia, sus gobiernos quedan reducidos a un papel testimonial. La ausencia de competencias concretas limita su capacidad para impulsar procesos de paz o programas de sustitución de economías ilegales.
Las políticas de seguridad y lucha contra el narcotráfico aplicadas desde Bogotá han demostrado su ineficacia para transformar la realidad en los territorios. La insistencia en fórmulas centralistas, basadas en operativos militares y en la concentración de decisiones en el Ejecutivo, no ha logrado frenar ni la violencia ni el auge de economías ilegales.
Frente a este panorama, se impone la necesidad de un modelo de gobernanza más participativo. Dar mayor protagonismo a alcaldes y gobernadores no solo implicaría un reequilibrio de poderes, sino también la posibilidad de diseñar estrategias más adaptadas a las realidades locales.
El debate sobre la autonomía territorial en Colombia refleja una tensión histórica entre el poder central y las regiones. La propuesta de transferir competencias en materia de seguridad y gobernanza a los mandatarios locales tiene altas probabilidades (70%) de convertirse en un eje central de las discusiones políticas de los próximos años, aunque enfrenta la resistencia del aparato centralista.
La experiencia demuestra que insistir en los mismos enfoques no resolverá los problemas estructurales del país. Apostar por un esquema descentralizado podría aumentar la legitimidad de los gobiernos locales y mejorar las condiciones de seguridad y desarrollo, aunque el éxito dependerá de la capacidad institucional para evitar la captura de esos nuevos espacios de poder por actores ilegales.