
En Nueva York, al margen de la 80ª Asamblea General de Naciones Unidas, un grupo de mandatarios autodefinidos como progresistas encabezó un foro bajo el lema “En defensa de la democracia, lucha contra el extremismo”. Entre ellos estuvieron Luiz Inácio Lula da Silva (Brasil), Gabriel Boric (Chile), Gustavo Petro (Colombia), Yamandú Orsi (Uruguay) y Pedro Sánchez (España). El evento buscó proyectar una imagen de liderazgo colectivo, pero en la práctica se redujo a declaraciones retóricas sin un plan concreto de acción.
El encuentro fue presentado como una cumbre internacional respaldada por más de 40 premios Nobel, aunque ese apoyo quedó limitado a un gesto simbólico. Las intervenciones se caracterizaron por diagnósticos vagos sobre las amenazas a la democracia, pero sin medidas verificables que den cuenta de un compromiso real más allá de la tribuna. Para muchos analistas, la cita fue más un ejercicio de autopromoción política que un esfuerzo institucional con peso en el sistema internacional.
Uno de los puntos más llamativos fue la exclusión de Estados Unidos, que bajo la presidencia de Donald Trump no fue invitado al foro. Esta decisión, lejos de reforzar la defensa de la democracia, reflejó un sesgo ideológico que contradice el espíritu inclusivo que dicen defender. Al omitir a una de las principales potencias democráticas del mundo, el encuentro pareció priorizar el alineamiento político por encima de la construcción de consensos globales.
La ausencia de propuestas concretas sobre mecanismos de cooperación internacional dejó en evidencia una contradicción de fondo: mientras se llama a fortalecer la democracia, no se ofrece una hoja de ruta institucional, ni se abordan desafíos específicos como la corrupción, la desinformación digital o el autoritarismo en países aliados de algunos de los organizadores.
El carácter paralelo a la Asamblea General refuerza la percepción de que se trató de un acto con más valor simbólico que real. Aunque los mandatarios se mostraron unidos en el discurso, las profundas diferencias políticas y económicas entre sus países reducen las posibilidades de que surja una agenda común efectiva.
Incluso entre los asistentes hubo silencios notables: ninguno planteó medidas concretas de cooperación judicial, observación electoral o sanciones frente a gobiernos que restringen libertades, lo que debilitó la credibilidad del encuentro.
“Si se juntan las calles y las urnas, el progresismo logrará ser mayoría en el mundo”
— Sebastián Londoño Méndez (@SLondono00) September 24, 2025
Reflexiones del presidente @petrogustavo en el panel “En Defensa de la Democracia: Combatiendo el Extremismo” en Naciones Unidas pic.twitter.com/Whosk7ETGB
La llamada “cumbre progresista” en la ONU deja más dudas que certezas. Lejos de consolidar un bloque capaz de influir en la agenda global, se pareció más a una vitrina de discursos con fuerte carga ideológica y escasa propuesta institucional. El riesgo de este tipo de foros es que, al priorizar la narrativa sobre los resultados, terminen erosionando la credibilidad de quienes dicen defender la democracia.
Sin compromisos verificables ni acciones coordinadas, lo ocurrido en Nueva York parece confirmar que, para algunos gobiernos, la ONU es sobre todo un escenario de propaganda política antes que un espacio real de construcción democrática.