
En la memoria de la Fórmula 1 hay imágenes que se vuelven imborrables. Una de ellas es la de Romain Grosjean emergiendo de las llamas en Baréin, el 29 de noviembre de 2020. El Haas destrozado contra las barreras, una bola de fuego iluminando la noche del desierto y casi tres minutos de silencio absoluto hasta que el piloto apareció, tambaleante, con las manos quemadas pero vivo.
Aquel accidente, consecuencia de un toque con Daniil Kvyat en la primera vuelta, fue registrado como un impacto de 56G y obligó al franco-suizo a abandonar la categoría. Su despedida, que debía ser en Abu Dhabi, nunca llegó. La historia quedó inconclusa.
"Pensé en muchas cosas, me acordé de Niki Lauda y pensé que no podía terminar así. Mi historia en la Fórmula 1 no podía terminar de esta forma" había declarado días después del accidente, relatando aquella noche donde "renació".
Cinco años después, el destino le regaló un epílogo distinto. Mugello fue el escenario de un reencuentro inesperado: Grosjean volvió a subirse a un Fórmula 1, el Haas VF-23, en el marco de un Test de Coches Previos (TPC) organizado por el equipo estadounidense y Pirelli. Y ahí, bajo la lluvia, el piloto que había visto su vida pender de un hilo pudo sentir de nuevo lo que significa acelerar en la máxima categoría.
“Me hizo llorar. Mantuve la visera baja, pero en mi última vuelta todos, Ferrari, Red Bull, Pirelli y Haas, aplaudieron y me dieron una ovación. Es algo que esperaba en Abu Dhabi 2020, pero creo que hoy fue aún mejor”, confesó con la voz entrecortada.
El regreso no fue fácil. La pista mojada en Mugello complicó la jornada, pero Grosjean se lo tomó como una metáfora. “Fue una boda lluviosa, pero una boda realmente feliz”, sonrió después. También reconoció la sensación extraña de volver al volante tras tanto tiempo: “Al principio me sentía un poco oxidado, pero luego todo volvió a la normalidad. Incluso pude hacer una salida desde parado, y saben qué: mi última había sido en Baréin 2020. Esta vez salió mucho mejor”.
Durante estos cinco años, Grosjean no se quedó quieto. Compitió en la IndyCar y en carreras de resistencia, se reinventó lejos de la F1 y siguió alimentando su pasión. Pero la deuda con la categoría seguía abierta. El reencuentro en Mugello tuvo algo de redención: el casco con el diseño de sus hijos que nunca pudo usar en su despedida oficial, el abrazo con Ayao Komatsu -actual jefe del equipo y su ingeniero en 2016- y la emoción de volver a verse en los espejos de un monoplaza de Fórmula 1.
El propio Grosjean lo resumió mejor que nadie: “Estoy muy agradecido de tener esta oportunidad única, de volver a ver caras conocidas y de conducir esta nueva generación de autos. No hay otras palabras”.
Aquel hombre que escapó del fuego en Baréin volvió a encontrarse con su destino en Mugello. Y, como el ave fénix, Romain Grosjean demostró que en el automovilismo también existen renacimientos.