
Esta semana esperando el tren la estación de Constitución me encontré otra vez con ese paisaje que, aunque uno ya lo haya visto mil veces, sigue impactándome, todos cansados que miran al vacío como si el día no se terminara nunca, mientras pensaba como aprendimos que casi todo viene con fecha de vencimiento y que lo que se rompe conviene reemplazarlo y sin darnos cuenta empezamos a aplicar esa pedagogía brutal a las personas, como se silencia una notificación.
El descarte no empieza en la intemperie de la noche sino antes, mucho antes, en el modo en que tratamos a quienes tenemos al lado y en el modo en que nos tratamos a nosotros mismos. Hay chicos a los que no les falta comida pero les falta ser escuchados, que es otra forma de hambre más difícil de ver; hay amistades que se apagan no por una pelea sino por una agenda saturada; hay adultos mayores que se vuelven invisibles en la misma casa donde alguna vez fueron el centro, y están también esos sueños propios que uno dejó en el camino para no complicarse y que sin embargo regresan cada tanto a pedir una oportunidad. El descarte enseña que el valor de alguien se mide por su utilidad inmediata, que el tiempo vale solo si produce un rédito económico y que lo lento es prescindible. Si aceptamos esa realidad, llega un momento en que ni siquiera reparamos en que algo esencial se está perdiendo.
La doctrina social de la Iglesia lo nombra desde hace décadas con, dignidad, bien común, solidaridad, subsidiariedad. Dignidad significa que cada persona importa por sí misma y no por lo que produce o deja de producir, que un chico vale aunque no sea genio, que un trabajador vale aunque esté sin trabajo, que un abuelo vale aunque ya no recuerde, y que valemos también cuando nos equivocamos. Bien común, no es una consigna que repiten los discursos sino una experiencia concreta, la certeza de que mi libertad florece cuando la de al lado no se marchita, que mi proyecto personal se vuelve más fuerte cuando el barrio no se cae a pedazos. Solidaridad, no es la foto de la entrega ni la culpa organizada, es ese movimiento del corazón que se vuelve acción sin humillar, que se compromete sin colonizar, que entiende que acompañar es más que asistir. Y subsidiariedad es una palabra difícil para algo simple, el Estado no reemplaza a la familia ni a la escuela ni al club ni a la comunidad de fe, los ayuda a estar a la altura, conecta, ordena, garantiza el piso para que otros construyan los techos, y ahí hay una clave de sentido común que evita el pobrismo y también la indiferencia.
Cuando uno mira esta realidad, es lógico que la política pública aparezca en la cabeza porque hay responsabilidades que no pueden tercerizarse. Pero esta columna no viene a enumerar planes ni a hacer de la compasión un plan de gobierno, viene a intentar interpelarnos, a ponernos a pensar como la cultura del descarte no se gana o se pierde en un decreto sino en una conversación, en una visita que posponemos menos o en un rato de escucha con alguien que queremos. Hay una prevención de raíz que no es ideología, que cualquiera puede reconocer sin pelearse con su historia, y empieza en la infancia cuando un chico encuentra un adulto confiable que le pregunta cómo fue su día y se queda a escuchar la respuesta, sigue en la adolescencia cuando la escuela y el club se vuelven territorio de pertenencia, y continúa en la adultez cuando el trabajo no se vuelve toda la identidad y los vínculos no compiten con el rendimiento.
Hay una segunda trinchera menos visible y tal vez igual de urgente, aprender a no descartarnos a nosotros mismos. Nadie puede dar lo que no tiene, por eso un mundo que se descarta por dentro termina descartando por fuera con más facilidad.
Volver a mirar con hondura no resuelve de un día para el otro lo que duele, pero cambia el punto de apoyo de todo lo demás. Cuando uno acepta que nadie es cosa y que nadie es reemplazable empieza a moverse distinto en la ciudad, levanta la vista del teléfono para registrar un gesto, se queda cinco minutos más en una charla que iba a cortar por costumbre, pregunta por segunda vez cómo está alguien y se queda para oír la segunda respuesta, que casi siempre es la verdadera. … La cultura del descarte se combate con una cultura del cuidado que se aprende en voz baja, sin altoparlantes.
No vengo a dar lecciones ni a señalar a nadie, me las digo a mí primero, porque también me gana la ansiedad y también me canso y también postergo lo que importa. Pero el dolor del descarte nos enseña que el problema no se reduce a una estadística ni a una grieta ideológica, es un modo de vivir que puede cambiar si hacemos espacio para que cambie. La libertad no es solo poder elegir, es poder elegir el bien posible en cada circunstancia.
La próxima vez que el tren frene al borde del andén voy a intentar recordar esto que escribo ahora, que la ciudad no se vuelve habitable por la novedad de sus objetos sino por la calidad de sus miradas, que el nombre propio es la primera política de inclusión y que quizá la clave no sea agregar más ruido sino aprender a poner silencio donde haga falta para que el otro entre. Si logramos que ese gesto se vuelva costumbre, si logramos que la costumbre sea cuidar, vamos a descubrir que lo contrario del descarte no es acumular, es reconocer, y que en ese reconocimiento se juega algo más que una idea, se juega la oportunidad de parecernos un poco más a la ciudad que decimos soñar.