12/11/2025 - Edición Nº1009

Policiales

Crimen organizado

Los nuevos capos narcos: jóvenes que heredan el poder con más violencia y menos reglas

28/09/2025 | El vacío dejado por capos históricos encarcelados o asesinados abrió paso a líderes narcos cada vez más jóvenes. Sin trayectoria criminal sólida, recurren a la brutalidad, al control de redes sociales y a una lógica de violencia sin límites que ya se replica en Argentina.



Una nueva generación de jerarcas narco viene ocupando el vacío dejado por los grandes jefes caídos en prisión o asesinados. Son jóvenes de entre 20 y 30 años que, lejos de reproducir la lógica de negociación o la disciplina de sus antecesores, se mueven con un nivel de violencia desproporcionado y la necesidad de mostrarse en redes sociales como si el delito fuese una marca personal.

El caso "Pequeño J", el narco más buscado del país por su vinculación con el triple narcofemicidio de Brenda, Morena y Lara en Florencio Varela, es el ejemplo claro: tiene apenas 20 años. El fenómeno no es ajeno al país. Según señala Gustavo Vera, ex director del Comité Ejecutivo de Lucha contra la Trata y Explotación de Personas, en Rosario este recambio generacional comenzó a hacerse visible a partir de 2010, cuando varios herederos de Los Monos quedaron al frente de facciones del clan.

Eran jóvenes de apenas 20 o 25 años que disputaron territorios a los tiros, multiplicaron los ataques a balaceras contra casas y edificios públicos, y llevaron la escalada de violencia urbana a niveles nunca vistos. En el conurbano bonaerense se dio una dinámica similar: en partidos como San Martín, Quilmes o Lomas de Zamora, emergieron estructuras pequeñas dirigidas por jóvenes que se criaron en el narcomenudeo y que, con el correr del tiempo, se autonomizaron de organizaciones mayores. Estos grupos suelen tener menos disciplina, consumen su propia mercadería y desatan episodios de violencia impulsiva, muchas veces imprevisibles.

La tendencia también se repite en otros países de la región. En México, por ejemplo, proliferaron los llamados “juniors” del narcotráfico: hijos y sobrinos de líderes históricos de cárteles como Sinaloa o el CJNG. Se trata de jóvenes con menos formación criminal, que buscan demostrar poder a través de una violencia extrema, reclutando incluso a sicarios adolescentes y difundiendo ejecuciones grabadas como método de intimidación.

Otro caso paradigmático fue el del Cártel de Santa Rosa de Lima, en Guanajuato, que tras la caída de su líder, “El Marro”, quedó fragmentado en manos de lugartenientes jóvenes que recurrieron a matanzas desmedidas para retener sus territorios.

Colombia también muestra este recambio en dos planos distintos: en las ciudades, los llamados “combos” urbanos de Medellín y Cali, integrados y conducidos por jóvenes de entre 18 y 25 años que controlan cuadras o barrios enteros, con una lógica de guerra entre pares y altísimas tasas de homicidio. En zonas rurales, las disidencias de las FARC dieron lugar a mandos jóvenes que combinan narcotráfico con violencia irregular, muchas veces sin la capacidad de sostener acuerdos políticos o de mantener cierta previsibilidad en sus acciones.

Matìas Ozorio, mano derecha de Pequeño J, tiene 28 años y pedido de captura de Interpol. 

En Brasil, aunque estructuras como el Comando Vermelho o el PCC tienen jerarquías más estables, en las favelas de Río y São Paulo abundan jefaturas locales conducidas por jóvenes que manejan las “bocas de fumo”, los puntos de venta de drogas al menudeo. Allí, la violencia también se dispara: enfrentamientos feroces entre bandas rivales y choques constantes con la policía militar forman parte de la cotidianeidad.

Para Gustavo Vera, lo que une a todos estos casos es un patrón claro: la temprana edad en la que los jóvenes ocupan roles de mando tras la caída de capos mayores; el uso desmedido de la violencia como forma de consolidar prestigio y control territorial; y la irrupción de las redes sociales como espacio de exhibición y reclutamiento. Muchos de estos nuevos jefes, además, consumen las mismas drogas que trafican, algo que no era tan común en generaciones anteriores. Esa dependencia los vuelve más erráticos, menos calculadores y más proclives a conductas violentas de corto plazo, lo que reduce aún más su expectativa de vida en un negocio marcado por la sangre y la muerte.

El recambio generacional en las estructuras narco, lejos de traer una “modernización” o sofisticación del delito, parece haber inaugurado una etapa de mayor brutalidad, descontrol y exposición pública. Jóvenes que crecieron en los márgenes, con las armas como única herramienta de ascenso social, hoy se convierten en capos precoces. No negocian: disparan. No ocultan: transmiten. Y en esa lógica, cada barrio y cada territorio queda atrapado en una espiral de violencia que, como advierte Vera, desgarra el tejido social y multiplica las vidas descartadas.