
Daniel Ortega está a punto de alcanzar dos décadas consecutivas en el poder en Nicaragua, tras haber regresado a la presidencia en 2007 con apenas un tercio de los votos. Su retorno fue posible gracias a una reforma electoral que redujo el porcentaje necesario para ganar en primera vuelta y a la profunda división del liberalismo, entonces representado por Arnoldo Alemán y Eduardo Montealegre.
Desde aquel momento, las elecciones nicaragüenses quedaron bajo sospecha. Diversas organizaciones internacionales y opositores denunciaron reiteradamente fraudes, irregularidades y manipulación del sistema electoral, lo que permitió a Ortega y al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) perpetuarse en el poder. En 2011 y 2016, fue reelegido en comicios cuestionados por falta de transparencia, y en 2021 volvió a presentarse tras haber encarcelado o proscripto a prácticamente todos sus rivales.
El gobierno también consolidó un férreo control institucional: domina la Asamblea Nacional, el Poder Judicial y el Consejo Supremo Electoral, mientras que las fuerzas de seguridad y grupos parapoliciales son señalados por violaciones a los derechos humanos. En 2018, las protestas masivas contra el régimen fueron brutalmente reprimidas, dejando cientos de muertos y miles de exiliados.
Otro frente de conflicto ha sido la relación con la Iglesia católica. Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, han acusado a sacerdotes y obispos de conspirar en su contra, llegando incluso a expulsar a religiosos y clausurar órdenes. El caso más reciente fue el del obispo Rolando Álvarez, condenado y encarcelado tras negarse a abandonar el país, lo que generó fuertes críticas internacionales.
Con casi 20 años consecutivos en el poder, Ortega ha superado la permanencia de cinco presidentes costarricenses y se acerca a los niveles de longevidad política de figuras como Fidel Castro. Su régimen se caracteriza por la concentración de poder, la ausencia de contrapesos y la restricción sistemática de libertades civiles y políticas.
Aunque aún conserva un núcleo duro de apoyo dentro del país, el creciente aislamiento internacional, las sanciones económicas y la migración masiva de nicaragüenses hacia Estados Unidos y Costa Rica muestran el deterioro interno de un modelo político que se autodefine como revolucionario, pero que para muchos analistas representa una de las dictaduras más consolidadas del continente.