21/10/2025 - Edición Nº987

Internacionales

Bioinformática

Científicos suizos cultivan órganos que aprenden: el dilema ético que surge

06/10/2025 | Un laboratorio en Suiza desarrolla organoides neuronales capaces de procesar información con menor gasto energético, abriendo debates éticos y tecnológicos.



En Suiza, un grupo de científicos impulsa una revolución que podría redefinir la relación entre la biología y la tecnología: computadoras alimentadas por tejido humano vivo. El laboratorio FinalSpark ha logrado cultivar pequeños organoides cerebrales —formados a partir de células madre obtenidas de la piel— que reaccionan a estímulos eléctricos y pueden realizar tareas simples de aprendizaje. La promesa es enorme: crear sistemas computacionales que consuman miles de veces menos energía que los basados en silicio.

Aunque el proyecto sigue en fase experimental, su potencial para transformar el concepto de inteligencia artificial ha captado la atención de investigadores y tecnólogos. A diferencia de los chips tradicionales, estos “minicerebros” pueden adaptarse y responder de manera autónoma. Sin embargo, el comportamiento celular es impredecible y las reacciones que muestran en el laboratorio aún no se comprenden por completo, lo que plantea un doble reto científico y ético.

Desarrollo experimental

Los organoides de FinalSpark logran sobrevivir cerca de cuatro meses, lo que representa un salto frente a versiones previas que apenas duraban semanas. Durante ese tiempo muestran picos de actividad eléctrica que imitan patrones neuronales humanos, especialmente antes del deterioro celular. La compañía afirma utilizar material de donantes anónimos y voluntarios, con estrictos protocolos éticos en la obtención y manipulación de células madre.

Por ahora, los resultados son demostrativos. Los organoides responden a estímulos y modifican su actividad, pero no alcanzan una capacidad de cómputo funcional comparable con la de los microprocesadores actuales. El objetivo inmediato no es reemplazar al silicio, sino entender cómo las redes neuronales biológicas aprenden y se adaptan, con la esperanza de trasladar esas dinámicas a futuros sistemas híbridos.

Desafíos biológicos

El límite más crítico es la ausencia de vasculatura. Estos minicerebros carecen de vasos sanguíneos que transporten oxígeno y nutrientes, lo que restringe su tamaño y acorta su vida útil. Los científicos recurren a bioreactores y medios de cultivo especializados, pero estos requieren mantenimiento constante y elevan los costos operativos, haciendo que cada unidad sea frágil y costosa.

Esa fragilidad biológica impide la escalabilidad del sistema. Mientras un chip puede funcionar durante años, los organoides necesitan condiciones de laboratorio estables y monitoreo continuo. Sin resolver la perfusión tisular —el flujo que mantiene vivo al tejido— la biocomputación seguirá siendo una frontera experimental más que una alternativa práctica.

Comparación con la computación tradicional

Expertos como Simon Schultz del Imperial College y Lena Smirnova de la Universidad Johns Hopkins sostienen que el wetware no sustituirá al hardware, sino que lo complementará. Los chips de silicio seguirán dominando tareas de cálculo masivo y determinista, mientras los organoides podrían aportar plasticidad, eficiencia y capacidad de aprendizaje en áreas específicas. La probabilidad de que esta tecnología reemplace al silicio antes de 2030 es baja, pero la de encontrar usos científicos de nicho es moderada.

La ventaja potencial del enfoque biológico radica en su eficiencia energética extrema. El cerebro humano consume apenas 20 vatios, mientras que un centro de datos moderno puede requerir megavatios para realizar operaciones similares. Si se logra replicar parte de esa eficiencia natural, los sistemas híbridos biológicos-digitales podrían reducir la huella energética de la inteligencia artificial.

Panorama internacional

El caso suizo se inserta en una tendencia global. En Australia, la empresa Cortical Labs consiguió que neuronas cultivadas aprendieran a jugar al videojuego Pong, y en Estados Unidos los investigadores de Johns Hopkins utilizan organoides para modelar enfermedades neurológicas. Estas experiencias refuerzan una misma dirección: la convergencia entre neurociencia, IA y biotecnología.

Pese a ello, el salto de la investigación a la aplicación comercial aún parece lejano. Los experimentos actuales enfrentan altos costos, baja estabilidad y grandes interrogantes regulatorios. Los titulares que hablan de “centros de datos vivos” son, por ahora, una visión futurista más que una realidad tangible.

Dilemas éticos

El uso de tejido humano introduce una serie de debates morales y filosóficos. Aunque los científicos aseguran que los organoides no tienen conciencia, el hecho de que puedan aprender o adaptarse genera inquietudes. ¿Hasta qué punto se puede manipular un sistema neuronal sin vulnerar la ética? El consentimiento de los donantes, la posible percepción sensorial mínima y la propiedad de los datos biológicos están entre las principales preocupaciones de la comunidad científica.

También surgen preguntas sobre seguridad y control. Si en el futuro estos sistemas pudieran almacenar o procesar información sensible, habría que definir quién supervisa, regula y protege esos datos. Las implicancias sociales y jurídicas podrían ser tan profundas como las tecnológicas.

Biología que piensa

El proyecto de FinalSpark marca un punto de inflexión en la búsqueda de alternativas sostenibles y biológicas a la inteligencia artificial tradicional. Aunque su rendimiento dista de ser competitivo, representa una vía prometedora para entender mejor la neuroplasticidad humana y diseñar sistemas de aprendizaje más naturales.

El futuro del wetware dependerá de su capacidad para prolongar la vida de los organoides, estabilizar su actividad eléctrica y reducir los costos de cultivo. Solo entonces podrá hablarse de una revolución tangible. Hasta ese momento, los minicerebros suizos seguirán siendo una metáfora viva de los límites entre la ciencia y la imaginación.


Científicos suizos crean minicerebros humanos que aprenden y consumen menos energía.

Un buen fin 

La apuesta de FinalSpark simboliza una nueva frontera donde la vida se convierte en tecnología. El proyecto no busca reemplazar los procesadores, sino aprender de la naturaleza para diseñar sistemas más eficientes y adaptativos. Con una probabilidad moderada de aplicaciones antes de 2030, su impacto inmediato será sobre todo científico y ético, más que comercial.

En última instancia, el experimento suizo invita a reflexionar sobre qué significa realmente “pensar”. Si el cerebro humano inspira a las máquinas y, a su vez, las máquinas reconstruyen fragmentos del cerebro, el futuro de la inteligencia no será ni biológico ni artificial, sino una fusión gradual de ambos mundos.