
Japón está a las puertas de un hecho histórico: por primera vez una mujer, Sanae Takaichi, podría convertirse en primera ministra. Sin embargo, su ascenso no representa necesariamente un avance en materia de igualdad de género. Firme defensora del nacionalismo japonés y de las tradiciones imperiales, Takaichi es una figura influyente dentro del Partido Liberal Democrático (PLD), el mismo que ha gobernado Japón casi sin interrupciones desde 1955. Su liderazgo simboliza una mezcla de ruptura y continuidad: rompe el techo de cristal político, pero reafirma el sistema patriarcal sobre el que se sostiene el poder en el país.
Takaichi, nacida en la prefectura de Nara en 1961, fue ministra de Interior y Comunicaciones y una estrecha aliada del ex primer ministro Shinzo Abe, quien la consideraba su heredera política. Su discurso combina un fuerte sentido de identidad nacional con posiciones conservadoras en temas sociales, como el rol de la mujer, la familia y la educación. A lo largo de su carrera, ha defendido que “las tradiciones deben respetarse” y ha rechazado reformas vinculadas a la ampliación de derechos civiles o a la revisión crítica del pasado bélico japonés.
Uno de los temas que más controversia genera en su agenda es el de la sucesión imperial. El Trono del Crisantemo, considerado la monarquía hereditaria más antigua del mundo, tiene más de 2.600 años de historia. Desde el emperador Jinmu —figura mítica que según la tradición fundó Japón en el año 660 a.C.— hasta el actual emperador Naruhito, la línea sucesoria se ha mantenido exclusivamente masculina. Esta norma se consolidó con la Ley de la Casa Imperial de 1889 y se reafirmó en la de 1947, aprobada bajo la ocupación estadounidense, que también excluyó a once ramas colaterales masculinas de la familia real.
Hoy, la crisis sucesoria es evidente: solo quedan tres hombres con derecho al trono —el príncipe heredero Akishino, su hijo Hisahito y el príncipe Hitachi, hermano del emperador emérito Akihito—, lo que ha despertado un debate nacional sobre la posibilidad de permitir que las mujeres reinen o transmitan el linaje imperial. Sin embargo, Takaichi se opone categóricamente a esta idea. A su juicio, la autoridad del emperador deriva de la “línea de sangre patrilineal” (dankei danshi), que considera inalterable y sagrada.
Lejos de proponer una monarquía más igualitaria, su solución a la escasez de herederos varones es reincorporar a descendientes masculinos de las antiguas ramas imperiales eliminadas tras la guerra. Esa propuesta, sin embargo, reaviva tensiones con quienes temen que suponga un retroceso y un intento de restaurar el antiguo orden social previo a la Constitución de 1947, que instauró la igualdad entre los sexos y redujo el papel político del emperador a un símbolo del Estado.
En la sociedad japonesa, donde las mujeres representan menos del 10% del Parlamento y donde las diferencias salariales y laborales siguen marcando una profunda brecha, las posturas de Takaichi resultan contradictorias para muchos. Su llegada al poder es vista como un avance simbólico, pero también como la confirmación de que el liderazgo femenino en Japón solo es aceptado cuando mantiene intactas las estructuras tradicionales.
Su eventual gobierno podría reforzar una tendencia conservadora que ya se observa en la política japonesa de los últimos años: la defensa de los valores familiares tradicionales, la revisión del pacifismo constitucional y la exaltación del orgullo nacional. Y aunque su figura quedará en la historia como la primera mujer en encabezar el Ejecutivo japonés, es probable que su legado sea recordado más por la preservación del pasado que por la apertura al futuro.