
Hay películas que no buscan explicar el pasado sino convocarlo. "A la hora de la luz”, de Nicolás Cuiñas y Walter Peña, hace eso con la figura del Padre Carlos Mugica. La rescata del bronce y la devuelve al barro donde se forjó. Lo muestra como lo que fue, un hombre dividido entre la fe y la política, entre el Evangelio y la villa, entre la Iglesia y el pueblo.
Nacido en 1930 en una familia acomodada, Mugica conoció desde chico el poder y la distancia. Estudió en el Nacional Buenos Aires, se ordenó sacerdote en 1959 y formó parte de una generación que vivió el impacto del Concilio Vaticano II, esa reforma profunda que llamó a la Iglesia a salir de los templos y mirar de frente un mundo moderno que hasta entonces había condenado. En ese espíritu, Mugica encontró su punto cardinal en la Villa 31, donde descubrió que la pobreza no era una categoría teológica sino una realidad efectiva, política, tangible, cotidiana.
De ese encuentro nació su compromiso de acompañar, denunciar, organizar. Formó parte del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, se acercó al peronismo y entendió que, en la Argentina, la opción por los pobres también era una opción por Perón. Lo decía sin rodeos, en una frase que explica su pensamiento: “Los pobres creen en Dios, pero ellos también creen que políticamente hubo un tiempo mejor y que nuevamente vendrá un tiempo mejor, y ese recuerdo y esa esperanza se llama peronismo”.
Su prédica lo volvió un tipo incómodo para todos, para la jerarquía eclesiástica, para la derecha que lo amenazaba y también para los sectores radicalizados que querían correr por izquierda al pueblo. Apoyó a Montoneros en sus comienzos, pero también los cuestionó cuando la violencia empezó a devorar toda política. “En definitiva no son las minorías ‘lucidas’ o ‘las elites intelectuales’ quienes han de decidir y mucho menos imponer un ideal revolucionario importado, sino el pueblo mayoritario”.
Sábado 11 de mayo de 1974, ya de noche. La misa había terminado en la parroquia San Francisco Solano, Zelada 4771, Villa Luro. Mugica, de 43 años, salió a la vereda entre saludos y abrazos. Lo esperaba su Renault 4L azul; a su lado iba su amigo Ricardo Capelli. Apenas llegó al auto, un hombre se le cruzó y disparó a quemarropa. Cayeron los dos. Fueron llevados de urgencia al Hospital Juan F. Salaberry, a pocas cuadras. Allí lo operó el doctor Marcelo Larcade; en el quirófano, contó después, había uniformados y civiles que parecían estar esperando una sola cosa, la certificación de la muerte. Mugica alcanzó a pedir que atendieran primero a su amigo y, según los testimonios, dejó una frase que todavía resuena “Ahora tenemos que estar más que nunca junto al pueblo".
La investigación apuntó a la Triple A. Testigos señalaron a Eduardo (Rodolfo) Almirón como autor material y hablaron de un Chevy verde claro como auto de fuga. El resto -silencios, expedientes truncos, historias clínicas pérdidas- anticipó el clima que vendría en Argentina. Su muerte fue el prólogo del terror sistemático que pronto arrasaría con sacerdotes, militantes, estudiantes, obreros. La noche empezaba antes del golpe.
Hoy, cuando un nuevo documental lo rescata de la penumbra, Mugica vuelve a interpelarnos. No como un santo en una estampita, sino como un hombre que vivió y murió por unos ideales. Dejó una lección sencilla pero poderosa: la fe se ejerce hacia atrás, pero la esperanza siempre apunta hacia adelante.
Vivimos días donde sobran las inquietudes sobre el futuro. Mucho síntoma, mucha ansiedad. Se multiplican los diagnósticos y se apagan los sueños. En medio de esa niebla, la figura de Mugica ilumina un vacío, porque no se puede leer el Evangelio para negar la realidad, ni hacer política para negar al pueblo. A Jesús no lo mataron por ir a misa -fue una sola vez-, lo mataron por desafiar al poder de su tiempo. Esa es nuestra historia.
“Ser cristiano no es una moral, es jugársela”, decía Mugica. Tal vez ahí esté su mensaje más urgente. La política argentina se ha ido achicando, embruteciendo, del proyecto nacional a la administración de ruinas, del sentido común al cálculo electoral. Ese achicamiento espiritual es lo que la vuelve estéril, incapaz de encender una esperanza que no sea de ocasión.
Mugica no pedía milagros, pedía compromiso. Y quizás por eso sigue siendo peligroso. Porque recordarlo obliga a aceptar que el país no se salva con diagnósticos, sino con coraje. Que la verdadera tarea no es administrar el desencanto, sino organizar la esperanza.