
Aunque muchos las asocian con los cuentos o los libros de historia, las monarquías siguen formando parte del mapa político mundial. Hoy existen más de 40 países con monarcas en ejercicio, repartidos entre Europa, Asia, África, Medio Oriente y Oceanía.
En su mayoría, ya no mandan como antes, pero siguen reinando: un equilibrio entre poder simbólico, diplomacia y tradición que las mantiene vigentes en pleno siglo XXI.
Durante siglos, los monarcas concentraron todos los poderes del Estado. Reyes como Luis XIV de Francia o los zares rusos gobernaban por “derecho divino”, sin rendir cuentas a nadie. El giro comenzó con la Revolución Gloriosa en Inglaterra (1688), que limitó el poder real e inauguró la monarquía parlamentaria. A partir de allí, Europa fue reemplazando el absolutismo por sistemas donde el rey “reina, pero no gobierna”.
En el siglo XX, tras guerras, revoluciones y descolonización, muchas monarquías desaparecieron. Pero otras se adaptaron. Hoy, los reyes europeos —como Carlos III en el Reino Unido, Felipe VI en España o Guillermo Alejandro en los Países Bajos— ejercen funciones principalmente representativas y diplomáticas: abren sesiones parlamentarias, firman leyes, reciben embajadores y encarnan la unidad del Estado.
No todas son simbólicas. En Arabia Saudita, el rey Salmán y el príncipe heredero Mohamed bin Salmán concentran el poder político, religioso y económico del reino. Lo mismo ocurre en Brunéi, donde el sultán Hassanal Bolkiah gobierna desde hace más de cinco décadas. En Jordania y Marruecos, los monarcas combinan poder político con liderazgo religioso, una fórmula que les da estabilidad interna y legitimidad ante la población.
En Asia oriental, la figura imperial sigue teniendo un peso espiritual. El emperador Naruhito de Japón no gobierna, pero representa una continuidad milenaria: la casa imperial japonesa es considerada la más antigua del mundo, con más de 2.600 años de historia. En Tailandia, la monarquía es profundamente venerada; criticarla públicamente puede incluso ser delito.
Las monarquías contemporáneas funcionan como engranajes simbólicos dentro de sistemas modernos. En Europa, por ejemplo, las casas reales están reguladas por constituciones: no intervienen en política, pero mantienen un rol ceremonial y diplomático que ningún otro cargo puede reemplazar.
Los reyes visitan hospitales, promueven causas sociales, presiden actos oficiales y representan continuidad frente a los cambios de gobierno. También son un importante motor de turismo e identidad nacional: las coronaciones, bodas reales o funerales de Estado son seguidos por millones de personas en todo el mundo.
En algunos países, los monarcas aún poseen patrimonio propio y extensas prerrogativas económicas, aunque cada vez más sujetas a control público. En Reino Unido, por ejemplo, la Corona recibe fondos del “Sovereign Grant”, mientras que en España la Casa Real publica anualmente sus gastos.
A pesar de las críticas sobre su costo o su falta de legitimidad democrática, las monarquías siguen mostrando una sorprendente capacidad de adaptación. Algunas, como la británica, se reinventan con cada generación, incorporando temas como la diversidad o la sostenibilidad. Otras, como las del Golfo, mantienen su poder gracias a la riqueza petrolera y a un pacto social basado en estabilidad y bienestar económico.
En un mundo dominado por repúblicas, estos tronos persistentes combinan pasado y presente, protocolo y poder, religión y política. Tal vez por eso, aunque parezcan vestigios de otro tiempo, las monarquías siguen siendo —más que una reliquia— un espejo del modo en que la historia continúa moldeando el presente.