
La Nicaragua que una vez fue llamada la república de los poetas hoy se ha convertido en un territorio donde la poesía se escribe a escondidas. Jóvenes autores, críticos y editores enfrentan un clima de represión cultural que ha borrado del espacio público a muchos de los nombres más emblemáticos de la literatura nacional. El gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo ha extendido su control más allá de la política, sofocando la creación artística y transformando la escritura en un acto de riesgo personal.
La censura no se limita a los medios o a la academia: también ha alcanzado a las librerías, editoriales y festivales literarios. La cancelación del histórico Festival Internacional de Poesía de Granada en 2022 simbolizó el fin de una era, mientras los libros de Sergio Ramírez, Gioconda Belli o Daisy Zamora desaparecen de los estantes. En los mercados de Managua, los lectores buscan ediciones viejas o copias clandestinas que circulan en silencio, como si leer también fuera un delito.
En este nuevo paisaje, los escritores se han vuelto contrabandistas de palabras. Jóvenes como Samantha Jirón, que escribió versos en prisión usando pedazos de compresas y chicles, o Álex Hernández, que narró su encierro en “El Chipote” con pasta dental y papel higiénico, representan una generación que hace de la escritura un acto de resistencia. Cada poema que logra salir del país es una forma de denuncia, una evidencia de que la cultura aún respira.
Los recitales y lecturas públicas han sido reemplazados por encuentros secretos en casas e iglesias, donde se comparte poesía como quien comparte una confesión. Allí, los autores usan seudónimos y evitan las redes sociales para no ser rastreados. La clandestinidad se ha vuelto el nuevo lenguaje literario, un modo de sobrevivir al silencio impuesto por el poder.
El contraste con la tradición de Rubén Darío y Ernesto Cardenal resulta devastador. Nicaragua, que alguna vez fusionó política y poesía en su revolución, hoy repite los patrones de censura del somocismo que prometió desterrar. La desaparición de espacios como la Alianza Francesa de Managua y la expulsión de intelectuales marcan el desmantelamiento de una identidad cultural que durante décadas sostuvo el orgullo nacional.
Sin embargo, en el exilio se gesta una nueva cartografía de la palabra nicaragüense. Desde Costa Rica, España o Estados Unidos, proyectos como Centroamérica Cuenta reconstruyen los lazos rotos y mantienen viva la memoria colectiva. La represión interna ha terminado por exportar la cultura, demostrando que, aunque la censura borre nombres, la poesía sigue encontrando su voz incluso en la distancia.