
por Mikel Viteri
El año 2025 ha marcado un nuevo punto de inflexión para los autónomos españoles. El Ministerio de Seguridad Social, dirigido por Elma Saiz, ha presentado una reforma que endurece las condiciones del Régimen Especial de Trabajadores Autónomos (RETA), con un incremento de cuotas que oscila entre los 17 y los 206 euros mensuales a partir de 2026. En la práctica, las cotizaciones mensuales pasarían de los 217 euros para quienes ingresan menos de 670 euros al mes, hasta los 796 euros para quienes superan los 6.000 euros mensuales. Aunque el Gobierno defiende que la medida busca adecuar las aportaciones a los “ingresos reales” y reforzar la sostenibilidad del sistema de pensiones, el sector la percibe como un golpe fiscal más que ahonda en la precariedad del trabajo por cuenta propia.
Las asociaciones de autónomos -ATA, UPTA y UATAE- han mostrado su rechazo o, en el mejor de los casos, cautela ante la propuesta. Coinciden en que esta reforma rompe la promesa de aliviar la carga para los profesionales con menores ingresos y que, además, mantiene un sistema de prestaciones ineficaz y casi inaccesible. En palabras del presidente de ATA, Lorenzo Amor, “el Gobierno vive en una burbuja y no puede pretender subir las cotizaciones a todos los autónomos por igual. No apoyaremos otro sablazo.”
Ser autónomo en España continúa siendo una tarea cuesta arriba. La combinación de una fiscalidad elevada, la obligación de pagar cuotas fijas incluso en meses sin ingresos, la inflación y el aumento de los costes operativos deja al colectivo en una situación de vulnerabilidad constante. Según datos del propio sector, el 85% de los autónomos no puede contratar personal y más del 60% tiene dificultades para conciliar su vida laboral y familiar. La burocracia, los plazos administrativos y las sanciones automáticas agravan aún más un entorno que penaliza el riesgo y castiga el esfuerzo.
A esta realidad se suma la falta de una red de seguridad efectiva. La prestación por cese de actividad, que debería funcionar como un paro para los trabajadores por cuenta propia, es prácticamente inaccesible: más del 60% de las solicitudes son denegadas. El resultado es un sistema que obliga a contribuir más pero que ofrece poco a cambio. La sensación de desamparo es generalizada, y la promesa de una “cotización justa” se ha convertido en un espejismo para quienes sostienen buena parte del tejido económico del país.
Si se compara la situación española con la de otros países de la OCDE, el contraste es evidente. En Reino Unido, por ejemplo, los trabajadores por cuenta propia pagan una contribución mínima -en torno a 15 libras semanales- y sólo cuando superan un determinado umbral de ingresos comienzan a aportar más. En Alemania, los autónomos pueden elegir entre cotizar voluntariamente al sistema público o contratar un seguro privado, y muchos quedan exentos si sus ingresos no superan los 520 euros mensuales. En Francia, aunque las cargas sociales son más altas, existe una prestación de desempleo accesible, además de ayudas automáticas para emprendedores en sus primeros años de actividad. Incluso en Países Bajos o Dinamarca, el autónomo paga en proporción a lo que realmente gana y dispone de una red de protección social mucho más estable y transparente.
En el caso de Argentina, pese a ser un país con una economía inestable y una inflación crónica, el régimen de monotributo ofrece una simplicidad administrativa envidiable para muchos autónomos españoles. Allí, los pequeños contribuyentes pagan una cuota única mensual que incluye impuestos, obra social y aportes jubilatorios, ajustada por categoría de facturación. Aunque el sistema tiene sus limitaciones y los servicios públicos son precarios, la burocracia es significativamente menor y las cargas son más previsibles que en el modelo español.
En definitiva, mientras en buena parte de la OCDE y en países latinoamericanos como Argentina se busca simplificar, adaptar y acompañar al trabajador independiente, España sigue aplicando un modelo rígido, recaudatorio y desconectado de la realidad económica. El sistema no diferencia entre el autónomo que apenas sobrevive y el empresario consolidado, y lo obliga a pagar como si ambos tuvieran la misma capacidad contributiva. Es esa falta de proporcionalidad -más propia de un Estado extractor que de una economía avanzada- la que explica por qué emprender o mantenerse como autónomo en España se ha convertido, más que en un proyecto de vida, en un acto de resistencia.
El malestar de los autónomos no se limita a las cuotas. Muchos perciben que el Estado se comporta más como un recaudador que como un garante de derechos. La Agencia Tributaria y la Seguridad Social han intensificado su control sobre los trabajadores por cuenta propia, recurriendo al uso de inteligencia artificial para detectar posibles irregularidades. Sin embargo, este sistema de vigilancia masiva ha generado errores, arbitrariedades y una creciente sensación de indefensión.
A ello se suma que los inspectores fiscales reciben incentivos económicos vinculados al número de sanciones impuestas, un modelo que, según juristas y economistas, introduce un sesgo punitivo en la gestión tributaria. Las vías de reclamación tampoco son una solución: los tribunales administrativos carecen de independencia y los procesos judiciales se alargan durante años. Así, la relación del autónomo con la administración se convierte en una lucha desigual, donde el principio de presunción de inocencia se diluye frente a un aparato burocrático que actúa con afán recaudatorio.
En medio de esta tensión, las declaraciones del secretario general de UGT, Pepe Álvarez, han encendido aún más los ánimos. “Los autónomos son unos privilegiados y están ganando mucho dinero”, afirmó en una entrevista reciente. Sus palabras, pronunciadas mientras el Gobierno planea subidas generalizadas de cuotas, han sido interpretadas como una burla por parte de un colectivo que lucha cada mes por mantenerse a flote. Lejos de defenderlos, los principales sindicatos parecen alinearse con la narrativa del Ejecutivo, que presume de buenos datos macroeconómicos mientras la economía real se resiente.
El divorcio entre las élites institucionales y la calle se hace cada vez más evidente. La retórica triunfalista del Gobierno, reforzada por sindicatos afines, contrasta con la precariedad de los autónomos, quienes enfrentan más impuestos, menos apoyo y una regulación cada vez más sofocante. Los discursos sobre “justicia contributiva” se desvanecen ante la realidad de un sistema que grava el trabajo y castiga la iniciativa.
La conflictividad ha alcanzado incluso la esfera internacional. El prestigioso bufete anglosajón Amsterdam & Partners LLP presentó una denuncia formal ante la OCDE contra el Estado español por incumplir los estándares internacionales de justicia tributaria. El documento, de cuarenta páginas, solicita que los países miembros suspendan el intercambio automático de información fiscal con España hasta que se corrijan las violaciones legales atribuidas a la Agencia Tributaria.
Robert Amsterdam, socio director del despacho, fue especialmente contundente en su crítica: “En la mente de Hacienda, todos somos defraudadores. Alguien debe recordarle que está en Europa y no puede seguir actuando como la Stasi.”
El abogado acusó a la administración española de vulnerar derechos fundamentales, manipular conceptos legales para justificar sanciones y utilizar la inteligencia artificial sin garantías constitucionales. Además, denunció el silencio institucional del Gobierno, que habría ignorado varias cartas y un informe de cien páginas en el que se detallaban las irregularidades detectadas.
Ser autónomo en España se ha convertido en una tarea titanica. El sistema castiga la iniciativa y la productividad con impuestos altos, burocracia excesiva y escasa protección social. Mientras otros países de la OCDE aplican modelos más justos y flexibles, España mantiene un esquema rígido y recaudatorio que asfixia a quienes sostienen buena parte de la economía.
El país se comporta más como un Estado extractivo que inclusivo, donde el esfuerzo privado se penaliza en lugar de premiarse. La realidad es clara: si quieres hacer dinero en España, mejor vete a otra parte. Hasta que el sistema deje de ver al emprendedor como una fuente de ingresos y lo reconozca como un generador de valor, España seguirá alejándose de las economías desarrolladas y acercándose a los modelos donde trabajar por cuenta propia es sinónimo de resistencia, no de progreso.