Un reciente ataque fatal por tiburón en una playa de Sydney reavivó un enfrentamiento duradero: entre quienes defienden las redes instaladas cerca de la costa para proteger bañistas y quienes denuncian sus efectos colaterales sobre la fauna marina.
El incidente ocurrió en Long Reef, una de las playas del norte de Sydney. A pesar de que en esa zona había redes antipredadores instaladas, un surfista sucumbió al ataque. Las redes —que se colocan con la intención de interceptar tiburones— no actúan como cercos herméticos: los animales pueden pasar por arriba o rodearlas.
Ese día, el sistema de prevención estaba en vigor en la zona donde ocurrió el ataque. Justo antes del suceso, se discutía reducir la cantidad de redes en la costa de Sydney. La muerte del surfista tocó fuerte a su entorno. Su hermano gemelo expresó en redes sociales que el fallecido era “mi mano derecha, mi vida”, revelando el dolor y la repercusión local del suceso.
Días después del ataque, familiares, amigos y surfistas se reunieron para despedir a Mercury Psillakis con una emotiva ceremonia en el mar. Más de dos mil personas ingresaron al agua al mismo tiempo para rendirle homenaje, en una escena que mezcló silencio, lágrimas y flores flotando sobre las olas. Su hermano agradeció públicamente la masiva muestra de apoyo, asegurando que la familia se sintió “abrumada por tanto cariño y solidaridad”. “Llevaremos el recuerdo de Merc con orgullo y amor, siempre”, escribió en redes, mientras otros asistentes lo despidieron con frases como “miranos desde arriba” y “una forma perfecta de honrarlo”.
Pese a la atención mediática que generan los ataques, la probabilidad de ser mordido por un tiburón permanece extremadamente baja. Estimaciones globales sitúan el riesgo de una mordida fatal en torno a 1 de cada 4.3 millones, y otras fuentes lo aproximan a 1 sobre 3.7 millones. En comparación, en Australia se registran en promedio menos de 3 fatalidades al año por estos eventos.
En 2023, Australia contabilizó cuatro ataques mortales, y en 2024 no hubo pérdidas humanas en sus aguas, según registros. Por su parte, Estados Unidos suele registrar más ataques no fatales que Australia; aunque en mortalidad, Australia lidera proporcionalmente varios años. Por ejemplo, en 2023 Australia tuvo cuatro muertes frente a dos en Estados Unidos.
Este contexto estadístico no reduce el impacto emocional del caso. La familia de Psillakis dijo que el mar era su verdadera pasión, que surfear formaba parte de su vida, y que no guardaban reproches hacia el océano sino conmoción por lo ocurrido.

Uno de los argumentos centrales de los críticos a las redes es que además de su eficacia discutible, estas pueden atraer tiburones al capturar fauna no objetivo (tortugas, delfines, rayas). Al quedar atrapados, esos animales emiten vibraciones o movimientos que pueden funcionar como señuelo para depredadores cercanos, generando una paradoja en la que el sistema disuasorio se convierte en factor de riesgo.
Frente a esto, surgen alternativas tecnológicas “menos letales”. Entre las más mencionadas están las “smart drum lines”, dispositivos que avisan cuando un animal queda atrapado para que comunidades costeras o servicios puedan liberarlo. También se usan drones para monitorear el mar, aplicaciones que alertan presencia de tiburones y campañas educativas para que los bañistas adopten comportamientos de riesgo mínimo.
Sin embargo, la implementación de estas opciones avanza lentamente. Muchos gobiernos costeros enfrentan la disyuntiva entre mantener lo que consideran un escudo de protección pública y asumir el costo ambiental y ético de las redes tradicionales.

En paralelo, se debate si los avistamientos crecientes de tiburones obedezcan a un aumento real de ejemplares o simplemente al mayor uso del mar y al efecto amplificador de redes sociales, drones y cámaras. El calentamiento del océano —que modifica rutas y alimentación de tiburones— también figura entre los factores mencionados por científicos.
Ante la caída de apoyo público a las redes tradicionales, una encuesta realizada en Bondi Beach reveló que aproximadamente tres de cada cuatro personas nadarían aunque se retiraran las redes, y que en caso de un nuevo ataque, la mayoría no culparía al gobierno estatal.
La muerte de Mercury Psillakis —la segunda fatalidad por tiburón en Sídney en seis décadas (la anterior fue en 2022)— vuelve a poner en jaque la tensión entre la seguridad humana y la protección del medio marino. Entre los residentes costeros, las autoridades y los biólogos marinos, se renueva la pregunta: ¿es posible un modelo que garantice ambas cosas?