
Hay algo en las madres que no se puede explicar del todo. Es como una mezcla de presencia y de magia con una paciencia infinita, quizás un amor que no pide permiso, pero que está, siempre. A veces una madre es un abrazo, otras una mirada que entiende todo sin que les digamos nada. A veces es una voz que te dice “tranquilo”, “ya va a pasar”, “yo confío en vos”. Y con eso alcanza. Porque en ese instante, el mundo se acomoda.
Esta columna no es un homenaje ni una lista de virtudes. Es más bien un intento de poner en palabras algo que, en el fondo, todos sentimos, que las madres, las que están, las que estuvieron y las que vendrán, son quizás muchas veces el hilo invisible que mantiene unida la trama de la vida. Que gracias a ellas, incluso en los días más difíciles, seguimos encontrando motivos para creer. Hay madres que hacen reír, que retan con cariño, que mandan audios de WhatsApp eternos, que cocinan como si fuera un lenguaje del alma o que rezan en silencio para que estemos bien. Hay madres que trabajan desde la madrugada y aún así guardan un pedacito de energía para jugar con nosotros cuando llegan. Hay madres que ya no están, pero siguen estando en cada gesto, en cada costumbre que repetimos sin pensar.
Y hay algo hermoso en eso, descubrir que nuestra vida está llena de pequeñas huellas de nuestras madres. ¿Nunca te dijeron alguna vez “sos igual a tu mamá”? O quizás lo notás vos, sin que nadie te lo diga en cositas cómo revisar tres veces si el gas está cerrado, en cómo hacés el tuco, en cómo colgás la ropa para que le dé el sol, en cómo decís “abrigate” aunque haga veinte grados, en cada “¿llegaste bien?” apenas alguien sale, en cómo cuidás, sin darte cuenta, igual que te cuidaron a vos.
Hay algo de ella que se te quedó pegado, y eso no se hereda por sangre, se hereda por amor. Porque la vida, si la mirás bien, está llena de pequeñas huellas de nuestras madres, gestos, palabras, costumbres que nos siguen enseñando aun cuando ya no están. Es esa escuela sin aulas, donde se aprende a querer, a resistir, a seguir soñando, la que nos vuelve un poco ellas sin darnos cuenta.
Quizás nunca se los dijimos como merecían. Porque uno crece creyendo que las madres son eternas, que van a estar siempre ahí, sosteniendo el mundo con las manos, con el alma o con su manera particular de hacer que todo sea un poco menos grave. Y un día uno se da cuenta que no eran superhéroes, que también se cansaban, que también tenían miedo, que también dudaban… pero igual seguían. Y eso, quizás, sea la forma más simple y verdadera del amor.
Y también están las que sienten que no les alcanza, las que creen que se equivocan más de lo que aciertan, las que a veces lloran en silencio después de acostarnos. Las que hacen malabares con la vida, con las cuentas y el cansancio, y aun así encuentran una forma de seguir. Las que cargan culpas que no les corresponden y, sin embargo, cada día vuelven a intentarlo. A ellas quiero decirles que sus hijos lo saben: saben del esfuerzo, del amor, y de esa manera silenciosa de sostenerlo todo cuando parece que no se puede. No hay madre perfecta, solo madres reales que aman con todo lo que tienen, incluso cuando sienten que no es suficiente y eso, justamente, es lo que las hace inmensas.
Si al leer esto te falta tu vieja, porque quizás se fue temprano o porque por distintas circunstancias no pudo estar, quiero hablarte a vos y de esa persona que hizo de madre sin que nadie se lo pidiera: la que te esperó despierta, la que te abrigó en invierno y la que te sostuvo en los días bravos; capaz fue una abuela, capaz alguien que la vida puso cerca, pero en su mesa siempre hubo lugar para vos y en su mirada había esa mezcla de cuidado y paciencia que uno reconoce de inmediato. No importa cómo la llames, esa presencia fue la casa que te abrió los brazos cuando dolía, fue norte cuando no sabías por dónde, fue un abrazo cuando todo quedaba grande. A vos, que creciste con esa madre de corazón, tu historia también es parte de este día, porque el amor que te crió tuvo el mismo pulso que el de una madre y eso merece ser celebrado y reconocido.
Hay una ternura especial en ver a una madre mirar a sus hijos. Es una mezcla de orgullo, de asombro y de paz. Como si en ese instante entendiera que todo el esfuerzo y la entrega valió la pena. Que el amor que dio, de una forma u otra, volvió multiplicado. Y uno lo ve, y se da cuenta de que todo lo mejor que llevamos por dentro, la paciencia, la empatía, la esperanza, viene de ella, aunque nunca lo hayamos notado.
Por eso, si hoy tenés la suerte de tenerla cerca, abrazala fuerte. No esperes el regalo perfecto ni las palabras justas. Decile lo que te salga, aunque sea torpe, aunque sea con un nudo en la garganta. Y si ya no está, igual hablale. Decile gracias en voz baja, en un pensamiento, en un gesto bueno que harías por ella. Porque las madres no se van del todo: se quedan en lo mejor de nosotros. A las madres que están y a las que habitan en la memoria.
A las que enseñaron a amar y a las que todavía están aprendiendo a hacerlo.
A las que transforman lo cotidiano en algo extraordinario sin darse cuenta.
Gracias por esperarnos despierta, por guardarnos un plato caliente, por preguntar si nos abrigamos antes de salir.
Gracias por reírte de nuestras pavadas, por defendernos incluso cuando no teníamos razón, por hacernos sentir que todo iba a estar bien aunque no lo supieras.
Y gracias ma, por hacernos sentir que mientras vos estés, nada malo puede pasar.