Días después del golpe que derrocó al presidente Andry Rajoelina, Madagascar sigue en un frágil equilibrio entre esperanza y desconfianza. El coronel Michael Randrianirina, jefe de la unidad de élite CAPSAT, juró como presidente interino apenas tres días después de que el Ejército tomara el control del país. Prometió que los militares gobernarán junto a un gabinete civil durante un máximo de dos años antes de convocar elecciones.
El cambio de poder fue impulsado por movilizaciones masivas encabezadas por jóvenes, que comenzaron reclamando agua, electricidad y alimentos accesibles. Pero esas demandas básicas se transformaron pronto en un grito más amplio por un cambio estructural en el sistema político.
“Pedimos agua, electricidad, que cada familia tenga para comer”, resumió Alicia Andriana, integrante de la Asociación de Estudiantes Dinámicos Malgaches. “Agradecemos la intervención del ejército, pero todavía no tenemos lo que pedimos”.
Muchos de los líderes del movimiento juvenil, conocido como “Generación Z Madagascar”, se muestran divididos. Algunos reconocen que el ejército impidió un derramamiento de sangre, pero otros temen que la transición termine consolidando a los mismos sectores que han gobernado durante décadas.

“Pasó de proteger al pueblo a tomar el poder”, dijo Rafetison, uno de los referentes del movimiento. “No estoy en contra, pero tengo dudas”.
La noche del golpe, Randrianirina se reunió con varios representantes juveniles y prometió escucharlos. Sin embargo, los encuentros se interrumpieron y muchos desconfían de que haya un verdadero seguimiento. “Luchamos por cambiar el sistema, no solo de presidente”, enfatizó Rafetison.
Desde su independencia de Francia en 1960, Madagascar ha atravesado repetidos golpes de Estado y gobiernos militares. Entre 1960 y 2020, su PIB per cápita se redujo casi a la mitad, convirtiéndola en una de las pocas naciones del mundo que empeoró sus indicadores de desarrollo durante ese período. El propio Rajoelina, que en 2009 se convirtió en el presidente más joven del mundo con apenas 34 años tras otro levantamiento militar, terminó cayendo a los 50, acusado de los mismos males que prometió combatir: pobreza, corrupción y falta de servicios.
Hoy, las calles de Antananarivo reflejan la profundidad de la crisis. Vendedores ambulantes, mendigos y jóvenes sin empleo conviven en un escenario donde la desigualdad se volvió parte del paisaje urbano. “Aunque la población muera de hambre, no les importa nada”, denunció Andriana, una de las estudiantes que coordinan las protestas. El nuevo gobierno enfrenta ahora el desafío de recuperar la confianza de una generación que ya no se conforma con discursos. Colectivos como Gen-Z Tonga Saina, con miles de seguidores en redes, advirtieron que el ejército “protege los intereses del sistema, no los del pueblo”.

La abogada Ketakandriana Rafitoson, vicepresidenta de Transparencia Internacional, consideró que el golpe refleja tanto una crisis política como institucional: “No había voluntad de los líderes para escuchar, y la represión fue brutal. El ejército fue la única estructura capaz de detener el caos”. Aun así, los jóvenes prometen mantener la presión. “No podemos estar seguros de que escuchen, pero tenemos esperanza”, dijo Tolotra Andrianirina, portavoz de la campaña Gen Z. “Y si no lo hacen, volveremos a las calles. Ya lo hicimos una vez, y podemos hacerlo otra vez”.