
por Rosario Castagnet
En las calles de La Habana Vieja, los sonidos de los metales y los pasos marcados sobre el suelo vuelven a escucharse. No es un espectáculo turístico, sino una iniciativa local para revivir la salsa, ese símbolo cultural que por décadas definió la identidad musical cubana. En un contexto donde el reguetón domina la juventud, maestros y vecinos han decidido recuperar la enseñanza comunitaria del baile, apostando a que la tradición no desaparezca en el ruido de los nuevos géneros globales.
La propuesta nació como una respuesta al vacío generacional que la crisis económica y la migración dejaron en la vida cultural. Muchos jóvenes ya no aprenden a bailar como lo hacían sus padres o abuelos, y la música que suena en los barrios ha cambiado. Por eso, proyectos como Salsa para mi Pueblo comenzaron a impartir clases gratuitas en parques y canchas, donde el ritmo se combina con una reivindicación simbólica: la salsa como acto de resistencia cultural.
Los organizadores entienden el baile no solo como entretenimiento, sino como una forma de cohesión social. En los talleres participan adolescentes, adultos mayores y hasta turistas que se suman a los pasos básicos. “Queremos que cada cubano vuelva a sentir que la salsa es suya”, explican los instructores, quienes muchas veces trabajan de forma voluntaria. En esos espacios, los sonidos de la percusión se mezclan con risas y acentos diversos, recordando que la identidad cubana siempre se ha construido en colectivo.
El proyecto también busca reactivar la economía local: músicos, zapateros y modistas encuentran allí una oportunidad para generar ingresos. En barrios donde la pobreza y el desaliento son palpables, el baile funciona como catalizador emocional y comunitario. Según sus impulsores, recuperar la salsa es recuperar el orgullo de ser cubano, una manera de enfrentar la adversidad sin renunciar al movimiento.
La amenaza no proviene solo de la falta de recursos, sino del imaginario global que empuja a los jóvenes hacia estilos foráneos. Plataformas digitales, moda urbana y migración cultural han desplazado el lugar que antes ocupaban el son, el bolero o la timba. En ese contexto, la salsa —mezcla viva de raíces africanas y caribeñas— debe reinventarse sin perder autenticidad. Las clases en los barrios, más que un acto nostálgico, son un intento por modernizar la tradición sin diluirla, demostrando que el patrimonio puede adaptarse sin desaparecer.
El impacto de estas iniciativas se proyecta más allá del baile: fortalece el tejido vecinal, mejora la autoestima comunitaria y ofrece a los jóvenes una narrativa alternativa al desencanto. En una Cuba donde lo cotidiano es sobrevivir, bailar se convierte en una forma de permanecer, un gesto de resistencia frente a la incertidumbre. Si la salsa logra reconquistar a la nueva generación, no solo revivirá un ritmo: mantendrá viva la esencia misma del país.