
Gerardo Werthein creyó que podía ordenar la Cancillería como una empresa: con números, disciplina y resultados. Pero la diplomacia argentina no se maneja con planillas, sino con intrigas. Y así, el empresario que quiso domar a los cerdos terminó devorado por ellos.
Su renuncia llegó antes de las elecciones, en el peor momento político. En la Casa Rosada lo sintieron como una puñalada, pero fue el desenlace natural de una rebelión interna que venía gestándose desde hace meses. Los diplomáticos, molestos por los recortes y por la “invasión de outsiders”, lo dejaron solo. Y mientras Werthein viajaba y firmaba nombramientos, el aparato interno se encargó de filtrar cada exceso, cada gasto, cada vuelo. Lo operaron con precisión quirúrgica.
La rebelión de los cerdos ya no es metáfora: es un hecho.
Los mismos funcionarios que callaron ante los saludos a dictaduras, los que brindaron en embajadas mientras Annobón ardía y los que recibieron autos oficiales con chofer, fueron los que cavaron la tumba del canciller. Lo hicieron filtrando el viaje a Bakú, el costo de los vuelos, los nombramientos express y los ascensos de amigos. Cada filtración, un tiro de gracia.
El Palacio San Martín celebró en silencio. Werthein se fue, pero la casta diplomática sigue intacta: embajadores con residencia en capitales europeas, cónsules que se sienten virreyes y secretarios que viven en hoteles de lujo a costa del Estado. La “rebelión” fue, en realidad, un ajuste de cuentas para preservar privilegios.
La anulación de los nombramientos que Werthein firmó en sus últimos días fue el epílogo perfecto. El empresario quiso blindar a los suyos antes de partir, pero la Cancillería -experta en traiciones suaves y cuchillos dorados- lo dejó sin red. En pocas horas, su poder se evaporó.
El vacío ahora es total. Sin canciller ni vicecanciller, Argentina no tiene quien la represente formalmente ante el mundo. Pero eso parece no importar: los diplomáticos de carrera volvieron a ocupar sus despachos, los embajadores amigos siguen de viaje y los brindis continúan como si nada.
La política exterior se sostiene, literalmente, por los pasajes en business y las copas de cristal.
Mientras tanto, el Presidente juega a la autarquía, Karina Milei controla la agenda simbólica y Santiago Caputo acumula enemigos antes de asumir. En ese caos, el cuerpo diplomático recuperó lo único que realmente le interesa: el control del chiquero.
Werthein no cayó por un error, sino por subestimar a su entorno. Creyó que podía modernizar una estructura que hace décadas vive del protocolo, el secreto y el brindis. Pero los cerdos siempre terminan ganando.
Esta vez no necesitaron tanques ni manifiestos: les bastó con un mail filtrado y una copa bien servida.
Argentina perdió otro canciller, pero el servicio exterior recuperó su vieja normalidad: la del banquete eterno en nombre de la patria.