
La política exterior argentina volvió a ser un chiste interno contado en voz alta. Gerardo Werthein, el empresario que entró al Gobierno con perfume de pragmatismo y promesa de eficiencia, se fue dejando olor a pólvora, desconfianza y 44 designaciones firmadas a las apuradas. Lo hizo por vía administrativa, como quien deja una nota en el buzón antes de desaparecer, pero su renuncia estalló en los portales justo cuando Javier Milei apagaba las velas de su cumpleaños número 55.
En la Casa Rosada lo leyeron como una traición premeditada. Furia, dicen, porque Werthein no solo se fue: filtró su partida en el peor momento político del Gobierno, con elecciones en la puerta y un gabinete en combustión. Los libertarios más cercanos al Presidente hablan de un “golpe interno”, mientras otros, más experimentados, ven el síntoma de algo mayor: una Cancillería fuera de control, sin conducción ni jerarquía.
Desde que fue desplazado el vicecanciller Eduardo Bustamante -el mismo que envió a Juan Ignacio Roccatagliata a saludar al dictador de Guinea Ecuatorial-, el Palacio San Martín funciona como una embajada sin embajador. Ni Werthein ni nadie asumió el mando real. En la práctica, Guillermo Francos fue quien sostuvo el protocolo, recibió embajadores y mantuvo la diplomacia viva a fuerza de improvisación.
Hoy suena como el candidato más lógico para asumir formalmente el cargo, pero en el mileísmo los lógicos no abundan. Santiago Caputo y los libertarios “puros” presionan por alguien que extirpe los vicios de raíz: sin pasado, sin concesiones, sin diplomáticos que crean que el Estado es una herencia.
Lo que hay en juego es mucho más que un cambio de nombres: se avecina una purga.
Una reforma total en Cancillería que promete terminar con la “joda de los sueldos eternos” y los cargos que sobreviven a todos los gobiernos. Los ejemplos vivos son: Leopoldo Sahores, diplomático de carrera, exvicecanciller de Diana Mondino. O el propio Bustamante que tuvo el mismo paso fallido por la gestión Milei en Cancillería. Ambos renunciaron o los echaron pero siguen cobrando del ministerio desde hace décadas, sólo por que son diplomáticos y la ley los ampara. Lo que está por fuera de esa norma en la que se refugian, es lo que hace el vice de Mondino que hoy se pasea por los sets de campaña como candidato a diputado de López Murphy, mientras el Estado le paga los viáticos de su patriotismo.
Los pasillos de Retiro ya huelen a miedo. En los despachos suena una palabra que nadie se anima a pronunciar en voz alta: revancha. Porque la renuncia de Werthein no fue espontánea: fue la venganza política de una interna que él mismo alimentó, enfrentándose a Caputo y a la línea dura libertaria.
El empresario quiso jugar a ser canciller, pero terminó como su predecesora: una “Diana Mondino II”, devorado por el fuego cruzado y por los mismos diplomáticos que fingían obedecerlo mientras afilaban los cuchillos.
En medio del desorden, Francos emerge como el último adulto del salón. Negocia, calma, contiene. Ya conoce los rostros, los hábitos y las copas de cristal que todavía se alzan en las recepciones. Sabe quién brinda, quién conspira y quién manda mensajes cifrados desde Europa. Pero también sabe que el problema no es el champán, sino los cerdos que aprendieron a hablar en nombre de la patria.
La Cancillería argentina parece hoy una versión kafkiana de Rebelión en la granja: los diplomáticos se declaran “de carrera”, pero ninguno quiere moverse del corral. Werthein se fue creyendo que era el dueño del campo; Mondino, que era su profeta.
Y mientras los cerdos vuelven a brindar entre charcos dorados, el Presidente mira desde el festejo su pastel de cumpleaños derretirse bajo el fuego de su propia diplomacia.