Las intensas lluvias de octubre en México dejaron una estela de destrucción que superó todo pronóstico oficial. En estados como Veracruz, Puebla e Hidalgo, los desbordes de ríos y deslaves provocaron al menos 76 muertes y decenas de desaparecidos. Las precipitaciones, que en algunos puntos alcanzaron los 400 milímetros, excedieron en un 75% las estimaciones de la Comisión Nacional del Agua (Conagua). Las comunidades ribereñas, muchas de ellas sin infraestructura de contención, quedaron completamente anegadas.
Durante los primeros días del mes, el río Cazones en Veracruz se elevó hasta cuatro metros por encima de su nivel habitual, arrasando con viviendas y carreteras. La magnitud del evento expuso la fragilidad de la planificación territorial ante un clima cada vez más imprevisible. Miles de familias fueron evacuadas a refugios temporales mientras la emergencia se extendía hacia el centro del país. Las autoridades locales reconocieron que el sistema de alerta temprana fue insuficiente para anticipar la dimensión del desastre.
La tormenta tropical Raymond, sumada a una zona de baja presión en el Golfo de México, generó una corriente de humedad que intensificó las lluvias. Estos fenómenos convergieron sobre regiones donde la deforestación y la urbanización irregular han reducido la capacidad natural de absorción del suelo. Veracruz fue el estado más golpeado, con 34 fallecidos y 14 desaparecidos, seguido de Puebla y Michoacán. En Hidalgo, los deslaves dejaron comunidades enteras incomunicadas durante días.
Pese a las alertas emitidas por Conagua desde agosto, la respuesta institucional no alcanzó la velocidad necesaria. Los mapas de riesgo desactualizados y la falta de coordinación entre niveles de gobierno obstaculizaron la evacuación oportuna. Expertos advierten que este tipo de lluvias ya no pueden considerarse excepcionales: el calentamiento del Golfo está generando precipitaciones más frecuentes e intensas, con patrones de imprevisibilidad creciente.
El Ejército Mexicano, la Fuerza Aérea y la Guardia Nacional mantienen un despliegue de más de 8 mil 800 elementos para apoyar a los damnificados por lluvias en Hidalgo, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí y Veracruz.https://t.co/mldneLp9cV pic.twitter.com/iSiy7ig16W
— Joaquín López-Dóriga (@lopezdoriga) October 22, 2025
Más allá de los modelos meteorológicos, el desastre evidencia una crisis estructural en la gestión del riesgo. Las obras de drenaje y contención prometidas desde 2019 permanecen inconclusas, mientras que los presupuestos para infraestructura se han reducido progresivamente. La falta de mantenimiento de cauces y el abandono de sistemas de monitoreo agravan los efectos de lluvias que, aunque previsibles, terminan siendo catastróficas. El resultado es un patrón repetido: previsiones correctas, pero respuestas insuficientes.
El episodio deja una advertencia clara: México necesita pasar de la reacción a la prevención. La inversión en infraestructura resiliente, la actualización de mapas de riesgo y la coordinación interinstitucional deben convertirse en prioridad. Sin una planificación basada en escenarios climáticos extremos, el país seguirá pagando un alto costo humano y económico. El cambio climático no solo intensifica los fenómenos, también expone las debilidades de los Estados ante su propia falta de previsión.