28/10/2025 - Edición Nº994

Internacionales

Condenas renunciadas

Cómo el arquitecto de Hitler burló la pena de muerte

25/10/2025 | El creador de las grandiosas obras del nazismo logró salvarse de la pena de muerte en Núremberg con una estrategia tan fría como calculada.



Albert Speer no empuñó un arma ni dirigió tropas, pero su nombre quedó grabado en la historia del Tercer Reich como el hombre que le dio forma monumental a la ideología de Adolf Hitler. De apariencia discreta y modales refinados, este arquitecto nacido en 1905 en Mannheim fue mucho más que un diseñador de edificios: se convirtió en uno de los engranajes esenciales de la maquinaria nazi, tanto por su talento como por su capacidad política.

Su ascenso fue meteórico. Tras unirse al partido en 1931, su estilo sobrio y su devoción por la estética del poder llamaron la atención del propio Hitler, que lo convirtió en su arquitecto personal. A partir de entonces, Speer se dedicó a proyectar un nuevo Berlín —rebautizado “Germania”—, una capital imperial de avenidas interminables, arcos de triunfo colosales y una cúpula que debía albergar a 180.000 personas. Soñaba con una ciudad diseñada para impresionar, pero también para intimidar.


Adolf Hitler y Albert Speer revisan los planos de uno de los proyectos monumentales del régimen. Su estrecha relación fue clave para que el arquitecto se convirtiera en uno de los hombres más poderosos del Tercer Reich.

Cuando la guerra estalló, su carrera tomó un rumbo aún más oscuro. En 1942 fue nombrado ministro de Armamento, con control total sobre la producción bélica. Bajo su mando, fábricas y túneles subterráneos trabajaban día y noche gracias a millones de obreros forzados: prisioneros, deportados y trabajadores extranjeros obligados a sostener el esfuerzo militar alemán. A pesar de los bombardeos aliados y del colapso económico, Speer logró mantener el ritmo industrial, lo que le valió el apodo de “el genio de la eficiencia”.

Pero esa aparente eficacia tenía un costo humano devastador. Decenas de miles murieron de hambre, agotamiento o maltrato en los campos donde se fabricaban armas y misiles. Speer lo sabía, aunque años más tarde insistiría en que nunca comprendió la magnitud del horror que se estaba cometiendo.

Cuando el régimen cayó, fue arrestado junto a otros jerarcas nazis y llevado al histórico juicio de Núremberg. Allí, mientras muchos de sus antiguos colegas gritaban inocencia o reivindicaban sus actos, Speer eligió un camino diferente: se mostró arrepentido. Reconoció una “responsabilidad colectiva” por los crímenes del régimen, aunque negó haber participado directamente en ellos. Esa táctica —mezcla de autocrítica medida y distanciamiento emocional— fue decisiva.


Albert Speer durante el juicio de Núremberg, logró evitar la pena de muerte al reconocer una “culpa colectiva” y mostrarse arrepentido.

El tribunal lo condenó a 20 años de prisión, evitando la pena de muerte que sí recayó sobre figuras como Goering o Ribbentrop. Su aparente sinceridad y su actitud cooperativa convencieron a los jueces de que no era un fanático, sino un técnico atrapado por la maquinaria del poder. En realidad, fue una jugada magistral de supervivencia.

Speer pasó dos décadas en la prisión de Spandau, donde llevó un meticuloso registro de su encierro y cultivó la imagen del “nazista arrepentido”. A su salida, en 1966, se transformó en una celebridad inesperada: concedió entrevistas, escribió memorias y trató de reescribir su papel en la historia. Durante años, el público lo vio como el “buen nazi”, el que había reconocido su culpa.

Sin embargo, con el tiempo, esa fachada se derrumbó. Investigaciones posteriores demostraron que estaba mucho más implicado en el sistema de trabajo esclavo de lo que había admitido, y que conocía el exterminio de los judíos. Detrás del arrepentimiento público se escondía una calculada estrategia para proteger su legado y su vida.

Albert Speer murió en 1981, dejando tras de sí una historia que sigue dividiendo a los historiadores: ¿fue un cómplice inteligente o un oportunista sin escrúpulos? Lo cierto es que, en una sala repleta de criminales de guerra, fue el único que comprendió que, a veces, las palabras pueden ser más poderosas que la justicia.