03/11/2025 - Edición Nº1000

Opinión


Altares del Siglo XXI

Nostra Aetate, sesenta años después

26/10/2025 | Un texto breve cambió el modo en que la Iglesia se paró frente al mundo y abrió una puerta. Apertura que hoy sigue marcando el camino.



Hay textos que envejecen como papeles, y hay textos que maduran como semillas. Nostra Aetate pertenece a la segunda especie, porque no vino a decorar vitrinas. Dijo en voz clara que, toda persona tiene una dignidad que no se negocia, crea lo que crea, rece donde rece, viva como viva. Y cuando una institución se anima a decir esto sin peros, cuando deja atrás las frases defensivas y sale a reconocer lo verdadero y lo santo que late en las otras tradiciones, entonces no solo escribe un documento, sino que comienza a abrir un camino.

Ese camino no fue recto ni fácil, pero tuvo pasos que cambiaron la forma de encontrarse. Un Papa que entra a una sinagoga y llama hermanos mayores a los judíos, otro que se sienta a escuchar en una mezquita, un diálogo que se anima a pensar con la razón y no a pesar de la razón, una Iglesia que aprende sin nostalgia ni miedo, que toca la herida y no se queda en la consigna, que apuesta por la amistad social como política concreta y no como adorno de discursos. Lo decisivo no fueron las fotos sino el giro interior que las hizo posibles, la convicción de que la identidad no se pierde en el diálogo, y de que el Espíritu se trabaja también en lo que nos resulta ajeno.

Por eso Nostra Aetate es una brújula. Y una brújula incomoda, porque nos hace revisar los prejuicios antiguos y también los nuevos, esos que separan creyentes de no creyentes como si fueran tribus destinadas a no cruzarse, esos que sospechan de la diversidad y, que degradan la fe a un estereotipo o la convierten en bandera de trinchera. El texto de 1965 nos pide una tarea muy simple y muy difícil a la vez, mirarnos sin miedo, escuchar lo que el otro trae, alegrarnos con su bien y dejar que algo de esa verdad nos ilumine sin que por eso cedamos la propia.

En la Argentina ese espíritu tuvo suelo fértil y también espinas. Aprendimos a convivir más de lo que solemos admitir y a la vez arrastramos sombras, resabios de antisemitismo que reaparecen cada tanto con la impunidad de los viejos chistes, prejuicios contra las minorías que se disfrazan de corrección política, desconfianzas mutuas que se alimentan de la grieta general. Nostra Aetate no cierra estos temas, nos los pone por delante y nos pregunta qué hacemos con eso, hoy, acá.

Si uno la relee con calma, descubre que el corazón del texto es una decisión de método, pasar de la tolerancia al reconocimiento. Tolerar es aguantar, reconocer es celebrar lo que el otro aporta al bien común. Tolerar es soportar en silencio, reconocer es tender la mano y trabajar juntos. Obliga a convertir el diálogo en políticas públicas que cuidan la libertad religiosa y la igualdad de trato, obliga a formar a los agentes del Estado para que comprendan la diversidad y no la temen, obliga a levantar la voz juntos cuando el odio se disfraza de opinión y contamina la vida social.



Nostra Aetate también nos entrena en una pedagogía más íntima. La fe que cree de verdad no se asusta del otro, se deja interpelar, aprende un idioma común para hablar de dolor y de esperanza, se vuelve humilde sin volverse blanda, firme sin volverse dura. No se trata de rezar lo mismo ni de disolver las diferencias en una sopa tibia, se trata de descubrir la misma sed de sentido en caminos distintos y de trabajar codo a codo por lo que nadie discute, la dignidad de cada vida, la paz posible, el pan en la mesa y la escuela que siempre el futuro.

Me gusta pensar que la versión criolla de Nostra Aetate se escribe todos los días en pequeñas escenas que no salen en los diarios. Un cura y un pastor que coordinan una red de asistencia en una villa, una comunidad judía que abre sus puertas para contar su memoria a pibes que nunca escucharon la palabra Shoá, una mujer musulmana que explica con paciencia su modo de creer y recibe a cambio respeto genuino, un funcionario que aprende a preguntar antes de suponer, una mesa de trabajo donde la diversidad no es trámite sino potencia. Ahí vive el documento, en esa política de lo artesanal que le gana terreno a la indiferencia.

Sesenta años después, la tentación es convertirlo en efeméride y seguir de largo. Yo prefiero otra lectura. Nostra Aetate es una promesa que nos obliga, de una forma u otra, a pararnos frente al mundo que no admite pausas largas. El diálogo, cuando de verdad es diálogo, pide tiempo, coraje y ternura, por sobre todo pide memoria para no repetir horrores y creatividad para no resignarnos.

Si algo aprendimos en estas décadas es que la familia humana no es una frase linda, es un trabajo. Un trabajo que empieza en la cabeza para derribar prejuicios y termina en las manos para reparar lo que se rompe. Si Nostra Aetate sigue viva es porque nos recuerda ese oficio. Mirarnos sin miedo, respetarnos sin distancia, trabajar sin mezquindad. No es poco, no es fácil, es exactamente lo que necesitamos.

Y tal vez el legado más hondo sea este, cuando la fe madura, no se encierra, sale al encuentro, y cuando la política se humaniza, deja de administrar diferencias y empieza a tejer comunidad. Ahí se tocan las dos orillas, ahí el documento se vuelve camino, ahí elegimos, otra vez, caminar juntos.

DECLARACIÓN NOSTRA AETATE