La economía venezolana enfrenta un nuevo golpe en medio de la ya prolongada crisis inflacionaria. Las recientes maniobras militares de Estados Unidos en el Caribe y las declaraciones de altos funcionarios sobre la posibilidad de una intervención han desatado un clima de alarma que repercute directamente en los mercados locales. El tipo de cambio se disparó un 60% en dos meses, y el dólar paralelo alcanzó los 310 bolívares, marcando uno de los niveles más altos desde 2021. En un país donde la estabilidad depende del dólar, la percepción de amenaza externa se traduce rápidamente en devaluación e incertidumbre.
El gobierno de Nicolás Maduro atribuye la escalada inflacionaria a una campaña de desestabilización impulsada por Washington. Desde Miraflores, se sostiene que los movimientos de buques estadounidenses cerca de las costas venezolanas forman parte de una "operación de provocación militar". Al mismo tiempo, economistas locales advierten que el miedo a una agresión ha reactivado la fuga de capitales y la especulación cambiaria. Sin mecanismos de transparencia ni acceso libre a datos financieros, la población se aferra al dólar como único refugio ante una inflación que amenaza con superar el 270% anual.
A pesar del discurso oficial, los analistas coinciden en que la presión sobre el bolívar responde también a factores estructurales. La producción petrolera apenas supera el millón de barriles diarios, una cifra insuficiente para compensar los efectos de las sanciones y del aislamiento financiero. La economía crece apenas un 1,5%, según proyecciones independientes, lo que evidencia un estancamiento prolongado. Las pequeñas mejoras en exportaciones y consumo interno se diluyen ante una inflación que multiplica los costos y reduce los salarios reales.
En paralelo, el Gobierno ha intensificado el control sobre los portales financieros y medios económicos, acusándolos de difundir información falsa o terrorista. Esta estrategia, lejos de frenar la especulación, agrava la desconfianza. Empresarios y ciudadanos operan con incertidumbre sobre el valor real del bolívar y los precios de bienes esenciales, creando un circuito de descontrol que se retroalimenta cada semana. Sin una política fiscal coherente y con una base productiva debilitada, el margen de acción del Ejecutivo se reduce a medidas de emergencia de corto alcance.

El deterioro económico tiene consecuencias sociales inmediatas. La brecha cambiaria golpea el poder adquisitivo, y los salarios públicos promedian apenas 30 dólares mensuales. Esto empuja a miles de venezolanos a la economía informal o al exilio. La narrativa oficial intenta sostener una imagen de resistencia, pero la pérdida de confianza interna es visible incluso entre sectores históricamente leales al chavismo. La incertidumbre monetaria se ha convertido en una forma cotidiana de desorden.
El riesgo de un choque diplomático o militar entre Caracas y Washington sigue siendo bajo, pero su simple posibilidad genera efectos devastadores en la economía. El temor a sanciones adicionales o a interrupciones comerciales disuade la inversión extranjera y obstaculiza los intentos de estabilización interna. Sin credibilidad ni reformas estructurales, el repunte petrolero carece de fuerza para revertir el ciclo de deterioro. Venezuela, atrapada entre la presión externa y su propia debilidad institucional, enfrenta un escenario donde la amenaza militar no solo intimida, sino que multiplica sus fracturas económicas y sociales.