El gobierno de Daniel Noboa emprendió en 2024 una de las campañas de seguridad más ambiciosas de la historia reciente de Ecuador, declarando la guerra a 22 bandas consideradas terroristas. Con apoyo militar y nuevos decretos de emergencia, el Ejecutivo prometió recuperar el control del territorio y desmantelar las redes que dominaban puertos, barrios y cárceles. En los primeros meses, los resultados parecieron alentadores: varios líderes fueron abatidos y miles de miembros detenidos, lo que dio la impresión de una victoria inminente.
Sin embargo, el escenario cambió rápidamente. La desaparición de las jerarquías criminales tradicionales generó un vacío de poder que se llenó con violencia. Las cifras son contundentes: la tasa de homicidios creció más del 36% durante 2025, y ciudades como Guayaquil y Durán se convirtieron en epicentros de enfrentamientos. Lo que antes era una guerra entre grandes estructuras pasó a ser una disputa atomizada, donde facciones menores se matan por el control de cada calle o muelle.
Los golpes al liderazgo de grupos como Los Choneros, Los Lobos o Los Tiguerones tuvieron un efecto contraproducente. En lugar de desaparecer, sus miembros se reorganizaron en pequeñas células independientes que operan sin un mando central. Estas nuevas bandas recurren a tácticas de terror urbano: secuestros exprés, extorsiones a comerciantes y ataques simultáneos en zonas residenciales. En Guayaquil, un solo barrio registró más de veinte homicidios en una semana tras la captura de un cabecilla.
La descomposición también afectó la economía delictiva. El narcotráfico dejó de ser el único motor financiero: hoy proliferan los negocios paralelos de armas, contrabando y fraudes digitales, que ofrecen ingresos rápidos a estructuras fragmentadas. Esta diversificación dificulta el trabajo de las autoridades y alimenta un ciclo de violencia que se expande desde los puertos hacia el interior del país.
A pesar de las críticas, el presidente Noboa defiende su estrategia como una acción necesaria para recuperar la soberanía del Estado. Pero analistas advierten que la militarización sin una reforma institucional profunda podría perpetuar la crisis. Las fuerzas armadas han ganado poder, pero el sistema judicial sigue desbordado y las cárceles continúan siendo focos de operación criminal. Sin un control civil efectivo, la represión corre el riesgo de convertirse en rutina.
La experiencia mexicana durante la “guerra contra el narco” sirve de espejo: el derrumbe de los grandes cárteles dio paso a una multiplicación de grupos más violentos y menos previsibles. En Ecuador, el patrón se repite con una probabilidad alta de consolidarse en los próximos años si no se aborda la desigualdad y el desempleo juvenil que alimentan el reclutamiento criminal.
Se resisten a que Ecuador avance y eligieron la violencia.
— Daniel Noboa Azin (@DanielNoboaOk) September 29, 2025
Ayer emboscaron en Otavalo otro convoy humanitario que yo mismo lideré junto a delegados de la ONU, la UE, el embajador de Italia y el nuncio apostólico. Nos respondieron con violencia.
Nosotros seguimos: Ecuador no… pic.twitter.com/Bgi6D9kjFz
Ecuador enfrenta un dilema crucial: mantener la estrategia de fuerza o transitar hacia una política de seguridad integral. Las probabilidades de estabilizar el país mediante la sola represión son bajas, en torno al 40%. En cambio, una combinación de control territorial, justicia eficiente y programas sociales podría reducir la violencia en el mediano plazo con una probabilidad del 70%. Lo cierto es que la ofensiva de Noboa ha cambiado el mapa criminal, pero también ha dejado un país en vilo, entre la esperanza y el miedo.