Brasil llega a la antesala de la Cumbre del Clima (COP30) con un dato que refuerza su narrativa ambiental: la deforestación en la Amazonia cayó un 11% en 2024, la cifra más baja desde 2013. Para el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, el resultado representa una victoria simbólica y estratégica. Con la atención internacional centrada en Belém, sede del próximo encuentro climático, el Planalto pretende exhibir un Brasil comprometido con la transición ecológica y capaz de conciliar desarrollo y sostenibilidad.
El informe del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE) también reveló una caída del 11,5% en el Cerrado, una región donde el avance de la frontera agrícola había puesto en riesgo los ecosistemas. Estos resultados, aunque desiguales por estados, refuerzan la percepción de que las medidas de control y vigilancia han comenzado a tener efecto. Para Lula, que enfrenta una opinión pública dividida entre la presión ambientalista y el lobby del agronegocio, el dato es también una señal política.
El liderazgo de Marina Silva, ministra de Medio Ambiente, ha sido clave en esta estrategia. Su despacho coordinó acciones entre 19 ministerios, reforzó la fiscalización y reactivó los embargos a empresas vinculadas a la tala ilegal. Los municipios considerados “críticos” redujeron la deforestación en un 65,5%, según cifras oficiales. La recuperación del Fondo Amazonia, con aportes de Noruega, Alemania, EE.UU. y otros países, aportó recursos vitales para fortalecer la presencia estatal en zonas antes dominadas por redes criminales.
El gobierno busca ahora consolidar una narrativa internacional en torno a la figura de Brasil como guardián del carbono. Entre 2022 y 2024, el país evitó la emisión de 733,9 millones de toneladas de CO₂, según estimaciones oficiales, una cantidad equivalente a las emisiones combinadas de España y Francia. Estos resultados sostienen la apuesta de Lula por reinsertar al país en la diplomacia climática global, un espacio del que se había marginado durante el gobierno de Jair Bolsonaro.
Sin embargo, el progreso no es uniforme. En el estado de Mato Grosso, la deforestación aumentó un 26% impulsada por la expansión agroindustrial, y la degradación forestal creció un 44% en toda la región amazónica. A esto se suma la autorización para explorar petróleo en la faja costera del delta del Amazonas, una decisión que contradice el discurso ambiental y genera tensiones dentro del propio gabinete. Las organizaciones ecologistas advierten que estos movimientos pueden diluir la credibilidad de Brasil como ejemplo global de transición verde.

De cara a la COP30, el país enfrenta una doble tarea: mantener el ritmo de reducción y asegurar que los logros sean sostenibles. El gobierno proyecta deforestación cero en 2030, pero alcanzar esa meta dependerá de mantener la coordinación institucional y el financiamiento internacional. A corto plazo, la COP30 será una vitrina clave para demostrar que el liderazgo ambiental brasileño no es solo discursivo, sino estructural.
En un escenario global marcado por retrocesos climáticos y tensiones geopolíticas, Brasil tiene la posibilidad de consolidarse como potencia verde del Sur Global. Su reto, no obstante, será transformar los avances estadísticos en cambios permanentes de modelo económico. Si logra sostener el equilibrio entre crecimiento, inclusión social y conservación, podría convertir la COP30 en un punto de inflexión para toda la región.