02/11/2025 - Edición Nº999

Internacionales

Altares del Siglo XXI

¿Qué significó la Reforma Protestante?

02/11/2025 | Una mirada histórica y actual sobre el legado de Lutero y el camino hacia el diálogo que hoy vuelve a unir a los cristianos.



El 31 de octubre de 1517 no parecía un día destinado a quedar en los libros. Pero, Martín Lutero, monje agustino y profesor en Wittenberg, hizo circular noventa y cinco tesis que apuntaban a excesos dentro de la Iglesia Católica Apostólica Romana, en especial la venta de indulgencias, esa predicación que prometía acortar el purgatorio a cambio de dinero. Pero el texto iba más allá que eso, cuestionaba que el perdón pudiera comprarse, que la salvación dependiera de obras o pagos, y que el Papa tuviera autoridad para garantizarla. La apuesta era abrir un debate teológico y alinear la práctica del Evangelio; pero el resultado, inesperado, fue un proceso religioso, político y cultural que cambió Europa.

Para entender la potencia de esa chispa conviene mirar el fondo de la escena. La Europa del siglo XVI vivía una mezcla de agotamiento y cambio. El papado acumulaba poder y riqueza, los gobernantes territoriales buscaban mayor autonomía y las sociedades empezaban a desconfiar de la distancia entre el discurso religioso y la vida cotidiana. Todo esto ocurría dentro del Sacro Imperio Romano Germánico, un entramado de más de trescientos estados -ducados, condados, principados y ciudades libres- donde la autoridad se fragmentaba tanto como las lealtades. En ese contexto, la imprenta acababa de transformar el modo de comunicar: la palabra se abarató, los libros circularon y las ideas empezaron a viajar más rápido que el control de quienes intentaban censurarlas. Esto dio lugar a que las copias de las tesis de Lutero comenzaran a circular como pan caliente.

La secuencia fue rápida. Lutero fue excomulgado y, bajo la protección de Federico el Sabio, se refugió en Wartburg, donde tradujo la Biblia al alemán, lo que dio lugar la su lectura doméstica A la vez, la Reforma comenzó a  volver popular. En Zúrich, Ulrico Zuinglio impulsó una versión más austera, centrada en la Escritura y la vida común. En Ginebra, Juan Calvino sistematizó una teología exigente y una organización eclesial disciplinada que dejarían huella. En Inglaterra, el cisma con Roma tuvo más que ver con razones políticas que teológicas: Enrique VIII rompió con el Papa para poder anular su matrimonio con Catalina de Aragón y así tener un heredero varón con Ana Bolena, lo que le permitió asegurar la sucesión al trono, y fundó la Iglesia Anglicana. En Países Bajos, Escocia y Escandinavia el mapa adoptó matices propios al combinar convicciones religiosas con intereses nacionales.

El tablero europeo se partió y hubo guerras, alianzas y tratados. Tras décadas de violencia, El Tratado de Westfalia de 1648 puso fin a la Guerra de los Treinta Años y dio por cerrada la etapa de guerras religiosas, consolidó la soberanía estatal y abrió paso a una convivencia imperfecta pero más estable. En paralelo, el mundo católico no se replegó. El Concilio de Trento (1545-1563) ordenó la formación del clero, estableció la doctrina, corrigió excesos en torno a las indulgencias y puso el foco en educación y misión. De esa autocrítica surgieron entre otros los jesuitas, la cultura barroca y una pastoral más cercana. Leído con ojos de hoy, esto también dio lugar a una reforma hacia adentro: renovar sin romper, corregir sin dividir.

El impacto cultural de esta época fue enorme. Creció la alfabetización, se consolidaron las lenguas vernáculas, la casa se volvió espacio de lectura compartida, el himnario enseñó a cantar y pensar, y el panfleto se convirtió en herramienta de disputa pública. En definitiva, nacía una opinión pública más difícil de domesticar. No todo fue progreso lineal: hubo fanatismos y violencias que dejaron cicatrices, pero del otro lado quedó instalada una ética de responsabilidad individual, una mayor exigencia sobre las instituciones y una primera idea práctica de tolerancia.

Ese proceso también cruzó el Atlántico. En el norte de América, puritanos y calvinistas fundaron comunidades donde la Biblia, trabajo y la democracia local iban de la mano. En el sur, con la inmigración europea, echaron raíces metodistas, presbiterianos, bautistas y valdenses. En el Río de la Plata, los primeros rastros protestantes aparecen ya en las Invasiones Inglesas con capellanes y comerciantes que practicaban en privado. El tratado de amistad y comercio con el Reino Unido (1825) reconoció libertad de culto para súbditos británicos y habilitó templos anglicanos, metodistas y presbiterianos en Buenos Aires. Cuando la Constitución de 1853 consagró la libertad de cultos para todos los habitantes, esa diversidad se consolidó y las iglesias protestantes históricas empezaron a aportar -muchas veces en silencio- a la educación, la salud y la vida pública del país.

Cinco siglos después, la Reforma ya no se lee solo como ruptura, sino como punto de inflexión. Persisten diferencias doctrinales, pero creció el diálogo. Tras el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica asumió la búsqueda de unidad como tarea compartida. En 2017, el Papa Francisco participó en la conmemoración por los 500 años de la Reforma junto a líderes luteranos. Y esta semana, el Papa León XIV y el rey Carlos III compartieron una oración en la Capilla Sixtina, gesto simbólico que reafirma que el encuentro entre tradiciones suma para enfrentar pobreza, crisis ambiental y violencia. No es relativismo sino que lo interpretamos como madurez histórica: reconocer diferencias, honrar lo propio y cooperar en lo que nos obliga como humanidad.

¿Qué podemos reflexionar acerca del tema? Tres cosas sencillas y útiles. Primero, la palabra importa: cuando circula, educa y pide razones, el poder aprende a rendir cuentas. Segundo, la conciencia personal vale, pero necesita formación y comunidad; sin eso, se vuelve un capricho. Tercero, las instituciones son necesarias, pero deben reformarse a tiempo; si se cierran, pierden autoridad. Recordar el 31 de octubre no es elegir bando, es mirar un momento en que Europa se pensó de nuevo y entender por qué ese movimiento todavía nos habla. No para repetir la Reforma, sino para reformarnos nosotros: creer con inteligencia, convivir con reglas claras y usar la política para ordenar y servir, no para imponer.

Si logramos ese equilibrio -conciencia e institución, libertad y verdad-, la historia se vuelve una herramienta. Y una fecha que parecía lejana se convierte en una pregunta al día de hoy: ¿cómo hacemos nosotros para que la fe, la palabra y el poder vuelvan a estar al servicio de la dignidad humana?

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