En estos días, las acciones de Javier Milei pueden leerse de dos modos. De un lado, como signos de apertura: el encuentro con los gobernadores, la foto de los acuerdos posibles, el tono menos confrontativo. Del otro, como señales de encierro: el reacomodamiento interno tras la renuncia de Guillermo Francos, la creciente influencia de su hermana Karina Milei y de Santiago Caputo, y la evidente reducción del círculo de poder. Entre esas dos velocidades —la del gesto público de diálogo y la del repliegue íntimo sobre la propia estructura— transcurre el experimento de poder del mileísmo.
Hay, sin dudas, algo nuevo en el modo en que el presidente mira a las provincias. Que hayan asistido los gobernadores de La Pampa y Santiago del Estero, los mismos que fueron blanco de sus burlas y de sus insultos, y que aun así se sentaran a escucharlo, es una muestra de madurez política más de ellos que de él. Los gobernadores acataron. Se acercaron incluso aquellos que, en otro momento, fueron presentados como enemigos del cambio. El federalismo, tantas veces usado como excusa para romper, esta vez fue la mesa donde se reunió el país.
Pero el problema no es ya la distancia de los gobernadores. Es la del propio Milei. Las provincias hicieron su parte. La política hizo su parte. Todo depende de Milei. En el momento en que más necesita construir, su instinto lo lleva a replegarse. Francos, la cara amable del diálogo, se va; Adorni, vocero del dogma, asciende. Los operadores se retiran, los intérpretes se consolidan. En lugar de abrir el tablero, el presidente lo cierra sobre el triángulo de hierro que comparte con Karina Milei y Santiago Caputo.
Ese triángulo se comporta como una fortaleza: protege, pero también aísla. En nombre de la pureza doctrinaria, expulsa toda diferencia. Y sin embargo, Milei no gobierna un club ni una iglesia: gobierna un país. La política requiere mediación, no encierro; conducción, no defensa.
Por eso el “nuevo Milei” es, más que un hecho, una promesa pendiente. La Argentina no necesita un presidente que cambie el tono: necesita uno que cambie el método. Los gobernadores ya se sentaron. Los insultados ya perdonaron. Los que nunca fueron escuchados ya ofrecieron su tiempo. Todo depende de Milei.
Y esa es, quizás, la mayor paradoja de este tiempo: que el país parece más dispuesto a reconciliarse que su presidente.