La caída de Alejandro Gil Fernández, exministro de Economía cubano, y de Tareck El Aissami, exvicepresidente venezolano, tiene un patrón común: ambos fueron presentados como los artífices de un colapso que sus propios gobiernos ayudaron a provocar. En La Habana, el caso estalló tras un año de silencio y en medio de la emergencia por el huracán Melissa, con acusaciones de espionaje y malversación. En Caracas, el exjefe de PDVSA cayó en una red de corrupción petrolera que derivó en cargos de traición y lavado de activos. En ambos escenarios, el discurso oficial mezcla justicia, purga y control interno.
Detrás del relato judicial, el trasfondo económico explica la sincronía. Gil fue el rostro visible de la Tarea Ordenamiento, una reforma que eliminó la doble moneda y desató la inflación más alta en décadas. El Aissami, por su parte, dirigió una PDVSA que se hundía entre sanciones y criptomonedas opacas. Ambos regímenes aprovecharon el momento político: Cuba, en plena crisis energética, necesitaba un enemigo interno; Venezuela, con su producción petrolera en caída, buscaba disciplinar a su elite burocrática. En ambos casos, las detenciones fueron presentadas como actos de limpieza moral en gobiernos que controlan todos los resortes del poder.
El momento de las imputaciones no fue casual. En Cuba, la Fiscalía actuó durante la emergencia nacional, asegurando que el foco mediático se dividiera entre la catástrofe y el caso Gil. En Venezuela, el anuncio de la detención de El Aissami coincidió con la reestructuración del gabinete y la promesa de relanzar la industria petrolera. La coincidencia sugiere un uso instrumental de la justicia como válvula de escape ante la frustración social. Ninguna de las dos causas ha revelado pruebas sólidas, y la opacidad es el común denominador. Probabilidad alta (70%) de que ambos procesos sigan una lógica política más que judicial.

El discurso oficial en ambas capitales se centra en la idea del traidor interno. En La Habana, Gil habría “filtrado información clasificada”; en Caracas, El Aissami “defraudó la confianza revolucionaria”. Sin embargo, las políticas que condujeron a la crisis fueron colegiadas, diseñadas por el núcleo político más cerrado. El señalamiento individual evita discutir la inviabilidad estructural de sus economías: la dependencia del Estado, la falta de inversión privada y la represión del mercado. En ese sentido, los juicios son más rituales de purificación que actos de rendición de cuentas.
Tanto en Cuba como en Venezuela, los procesos cumplen otra función: reordenar la elite. La detención de un tecnócrata poderoso envía un mensaje disuasivo a los cuadros intermedios y refuerza la autoridad presidencial. En el caso cubano, Díaz‑Canel busca recomponer su base tras la pérdida de confianza en el peso y los apagones recurrentes. En el venezolano, Maduro consolida la lealtad de su entorno militar‑petrolero, utilizando la corrupción como herramienta de cohesión. Ambos juicios son lecciones de obediencia, no de transparencia.

Si algo une los dos procesos es que reflejan modelos agotados que se defienden juzgando a sus propios arquitectos. En el fondo, la caída de Gil y El Aissami no es el fin de la corrupción, sino su reconfiguración bajo control político. Mientras las sanciones, la inflación y la pobreza siguen marcando la vida cotidiana, los tribunales se convierten en escenarios de legitimación. La justicia, en lugar de restablecer confianza, se vuelve un instrumento de poder que maquilla la crisis y posterga las reformas.