Egipto vivió esta semana un momento histórico. Tras más de veinte años de trabajos, demoras y esperas, el Gran Museo Egipcio, ubicado junto a las Pirámides de Giza, abre finalmente sus puertas al público. La ceremonia inaugural, realizada el 1 de noviembre, fue un despliegue monumental de luces, música y proyección simbólica: el país presentaba al mundo su mayor proyecto cultural en más de un siglo.
En el acto participaron el presidente Abdel Fattah al-Sisi, ministros de cultura de decenas de países, delegaciones internacionales y figuras del ámbito académico. La gala fue transmitida a nivel global y marcó el inicio de una nueva etapa para el patrimonio egipcio, que busca consolidarse como motor del turismo y de la diplomacia cultural.
El complejo, con una inversión superior a los mil millones de dólares, se levanta sobre 500.000 metros cuadrados e integra el desierto y las pirámides en una única panorámica arquitectónica. Su diseño moderno y su magnitud lo convierten en el museo más grande del mundo dedicado a una sola civilización. Desde el 4 de noviembre, los visitantes podrán recorrer por primera vez la totalidad de sus galerías, distribuidas en amplios espacios que combinan tecnología y conservación.
Entre las piezas más destacadas se encuentran la estatua colosal de Ramsés II, de once metros de altura; la colección completa del tesoro de Tutankamón, con más de cinco mil objetos reunidos por primera vez desde su hallazgo; y la embarcación funeraria del faraón Keops, conocida como el Barco Solar, restaurada e instalada en una sala de exhibición especialmente diseñada.

Pero la apertura no estuvo exenta de controversias. En paralelo al entusiasmo por el nuevo museo, resurgieron los reclamos por las piezas egipcias que continúan fuera del país. Varias de las antigüedades más emblemáticas de su historia permanecen en museos europeos, y su ausencia fue notoria incluso durante los festejos oficiales.
La Piedra de Rosetta, pieza clave para el desciframiento de los jeroglíficos, continúa exhibida en el Museo Británico de Londres desde principios del siglo XIX. Su devolución es uno de los pedidos más antiguos del gobierno egipcio, que considera que fue trasladada bajo ocupación extranjera.

Otro símbolo del exilio patrimonial es el Zodíaco de Dendera, un relieve astronómico retirado de su templo en 1821 y hoy conservado en el Louvre de París. También el Obelisco de Luxor, erigido en la Plaza de la Concordia desde 1836, forma parte de un debate que reabre las discusiones sobre la legitimidad de los “regalos” realizados durante el colonialismo.

El busto de Nefertiti, en el Neues Museum de Berlín, sigue siendo motivo de tensión diplomática. Egipto sostiene que el permiso de exportación fue irregular y reclama su regreso. En tanto, el sarcófago dorado de Nedjemankh, que había sido saqueado durante la Primavera Árabe, fue recuperado en 2019 gracias a una investigación internacional y hoy se exhibe en El Cairo como ejemplo de restitución lograda.

En total, el Ministerio de Antigüedades mantiene más de cuarenta solicitudes de devolución en curso. Las autoridades egipcias insisten en que estas piezas son parte inseparable de la identidad del país y que su recuperación forma parte del mismo proceso de reivindicación cultural que representa el nuevo museo.
La inauguración del Gran Museo Egipcio fue concebida como una celebración nacional y una muestra de poder cultural ante el mundo. Sin embargo, también dejó en evidencia que el esplendor arquitectónico no alcanza para saldar siglos de despojo.
Egipto logró reunir, restaurar y exhibir miles de piezas que narran cinco milenios de historia. Pero el debate por la restitución del patrimonio se mantiene abierto, y su resolución será clave para que este museo no sea solo un símbolo de grandeza, sino también un espacio de justicia histórica.