Italia se ha convertido en el epicentro europeo del juego legal, superando a Reino Unido, Francia y Alemania. En 2024, los italianos apostaron más de 157.000 millones de euros, y el Estado recaudó 11.500 millones solo en impuestos. Sin embargo, el auge del sector, lejos de representar un triunfo económico, encendió alarmas sociales y políticas: detrás de los números, se multiplican las historias de adicción, ruina personal y redes criminales.
El juego forma parte de la vida cotidiana italiana. Desde bares con máquinas tragamonedas hasta aplicaciones en los celulares, el acceso es inmediato. Un informe nacional estimó que 43 % de los adultos —unos 20 millones de personas— participaron en apuestas al menos una vez al año. Más de 1,1 millones lo hacen todos los días, muchas veces sin límites.
El gasto per cápita en apuestas ronda los 2.600 euros anuales, una cifra que duplica el promedio europeo. La mitad de ese dinero se canaliza a través de plataformas digitales, un cambio que desató un nuevo tipo de adicción: silenciosa, individual y disponible las 24 horas.
El problema ya no distingue clases sociales. En el norte industrial, trabajadores y jóvenes profesionales se endeudan en apuestas deportivas; en el sur, donde el desempleo y la pobreza son más altos, el fenómeno se vuelve aún más destructivo. Los centros de rehabilitación registran un aumento del 30 % en consultas por ludopatía en los últimos dos años, mientras los municipios reportan un incremento de máquinas de apuestas y salas online en zonas vulnerables.
“Jugaba de noche, cuando todos dormían. Creía que podía recuperar lo perdido”, confesó un exjugador de Pisa en terapia. “Perdí mi casa, mi familia y mi paz mental”. Su testimonio resume una tragedia extendida.

El auge del juego online abrió una puerta ideal para las mafias italianas. Según la Dirección Antimafia, la ’Ndrangheta en Calabria y la Camorra napolitana operan redes ilegales de apuestas y lavado de dinero digital. En algunas regiones, los grupos criminales administran sitios de juego clandestinos y controlan puntos de cobro en locales legales, mezclando economía formal e informal. El Estado reconoce la dificultad de fiscalizar este sector, especialmente cuando gran parte del flujo de dinero pasa por servidores extranjeros.
La primera ministra Giorgia Meloni, defensora de los valores tradicionales y de la “Italia familiar”, enfrenta una contradicción evidente: su gobierno depende en parte de una industria que —según la Iglesia y varios expertos— “destruye familias”. “El juego arruina personas, empobrece y destruye relaciones”, advirtió el cardenal Matteo Zuppi, presidente de la Conferencia Episcopal. “No se puede sostener un país sobre el sufrimiento de los más débiles”.

Meloni, en cambio, defiende un enfoque “realista”: “No podemos negar que el sector genera empleo y recursos, pero debemos establecer límites para proteger a los ciudadanos”, declaró en una entrevista reciente. Dentro del propio Parlamento, algunos sectores piden gravar con impuestos más altos las plataformas digitales y destinar esos fondos a programas de prevención. Pero las empresas del sector —muchas con sede en Malta y Londres— presionan contra regulaciones más estrictas.
La omnipresencia de anuncios de apuestas en televisión, estadios y redes sociales consolidó una cultura del juego que preocupa a psicólogos y educadores. En Italia hay una máquina tragamonedas por cada 150 habitantes, y campañas publicitarias dirigidas a jóvenes son cada vez más sofisticadas, asociando el juego con éxito y adrenalina. El Consejo Superior de Salud advirtió que los adolescentes italianos inician sus primeras apuestas a los 15 años, edad récord en Europa.

En 2024, el gobierno anunció un plan de reforma integral del sector: licencias más caras para operadores (de hasta 7 millones de euros), límites de gasto mensual, controles de edad obligatorios y restricciones publicitarias. Pero los expertos creen que las medidas llegan tarde. El sociólogo Lorenzo Berardi resume: “Italia normalizó el juego como parte del ocio. La pandemia, el desempleo y la soledad aceleraron un proceso que ahora cuesta frenar”.
Mientras los casinos y casas de apuestas baten récords de ganancias, los centros de ayuda no dan abasto. Familias endeudadas, relaciones rotas y un Estado que recauda a costa del dolor social componen un retrato contradictorio. La disyuntiva es clara: seguir apostando al negocio o frenar la ruleta antes de que la factura social sea irreversible.